Las crónicas te retratan como el más rupturista de los cineastas españoles de esa generación bisagra, warholiano y felliniano, valiente en la España de Pajares y Esteso con cintas tan insólitas como perturbadoras, de tus cum laude como Jamón, jamón o tu sorprendente miradas, antes que nadie, hacia las chonis, también como uno de uno de los pocos que fueron a Hollywood sin olvidar su divisa ni malvenderla. “Hay que hacer una revista que quisieran leer las Juanis”, me llamaste una vez, muy en serio. Fuiste absolutamente moderno. No te conformabas con lo previsible, y te divertías -y de qué manera- compartiéndolo con delicadeza y cariño, incluso tan blancamente canalla como cuando montaste el Cabaret El Plata en Zaragoza y nos dejaste a todos asombrados con tu registro de revista convirtiendo en hipermoderno lo kitsch. Tu paso por esta vida ha sido reseñable. Pero en la obra de tu vida estremece, por encima de todo, el arte de convertir el presente en un acontecimiento. Don, ángel, genio.
Bigas
Bigas, Bigas, Bigas… entre ceja y ceja, con los párpados bien abiertos, no puedo dejar de ver tu rostro de serio risueño. Tu sonrisa, una línea delgada y recta. Ese aparente aire de sorna del hombre sensible con ojos que en lugar de mirar escuchan, y que se clavan como chinchetas. Cómo querías saber. Cómo preguntabas. Tu charme. El día en que posabas para una foto con un zapato de tacón de aguja. O cuando llevaste el fetichismo al campo, los aceites y las mermeladas ecológicas. Los periódicos han publicado “Muere Bigas Luna”. Y todas las demás palabras parecen poco. Atropelladas al maldecir, pero sobre todo atascadas en la tristeza. Como has querido irte, tan discretamente, con esa elegancia de alma con la que todo lo envolvías. Tan profunda tu salida de los contornos de este mundo. Cuento con los dedos, tres meses y siete días, bailamos Barry White después de tomar las uvas en casa de tus íntimos amigos, María Antonia y Carles. Contaste tan ilusionado la película que has dejado dicho que se termine. En verdad será tu último manuscrito. Podías haber elegido cualquier otro final, habituado a resolverlos con soltura, pero quisiste este. Porque la inspiración es un golpe. Hablamos de Pedrolo, de los pueblos de Lleida, del acento. De la osada melancolía de imaginarse el fin del mundo y de rodar un desierto de vidas aún con pálpito. Contaste las escenas que te habían colmado de una extraña belleza. Los hallazgos de la luz. Habías tenido un bache de salud, dijiste, pero sin darle mayor importancia. Retrocedo, Celia te cuidaba, pero Celia siempre te cuidaba. El fino amor, con esa devoción de la compañera de vida que te leía el pensamiento. Aquella noche explicaste la pícara historia de un precioso collar que le regalaste. Que compraste por teléfono cuando ella te lo describió, desde una joyería de Florencia. Y se lo llevaron al hotel. “Me había portado mal y tenía que poner el listón alto”.
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