Se ha obrado algo verdaderamente asombroso en mí, y no sólo puedo atribuirlo al paso del tiempo. Hubo una época en la que los otros, los desconocidos, la gente anónima con la que azarosamente te cruzabas en la calle o coincidías en una cafetería, una plaza, te resultaban casi invisibles. Eran tiempos en los que no dejabas de hurgar en aquello que con pomposidad juvenil llamabas “tu esencia”. Tú y el mundo. Con una afanosa curiosidad por habitarlo. Tú y las amigas. Tú y las cartas, donde describías el amor que anhelabas vivir, que creías posible. Lo importante, y de qué manera, eran los conocidos, aquellos que elegías para compartir el color de tus días, los que adjuntabas -ajuntabas que dicen en los patios de colegio-, a veces alentando grandes e infaustas expectativas.
Apenas de soslayo veías a aquella señora con bastón y una bolsa de plástico en la cabeza que avanzaba lentamente bajo la lluvia; conserjes, vendedores, guardias, enfermeros, funcionarios e incluso vecinos, que no te interesaban lo más mínimo. Porque a esa edad, establecer lazos para ensanchar a quienes consideras “los tuyos” exigía tiempo y ensimismamiento.
En Un tranvía llamado deseo, Blanche DuBois le dice al médico: “No sé quien es usted, pero… ¿qué más da? Yo he dependido siempre de la bondad de los demás”. En algunos tramos de nuestra existencia los demás son completos desconocidos en los que, sin ingenuidad pero con determinación, decidimos confiar (a veces sin opción). El anonimato es una de las más subrayadas condiciones de la hipermodernidad, según antropólogos y sociólogos.
La multitud global representa el semblante de nuestro tiempo. Una masa informe y sin nombre. Hoy, lejos de ignorar rostros y voces ajenos, “los otros” me resultan más cercanos que nunca, incluso siento una natural simpatía hacia ellos aunque no sepa ni su nombre, libre del prejuicio de que puedan ser molestos, sospechosos o vulgares. La vida laboral nos ha enseñado que entre las señoras de la limpieza que a última hora entran en las oficinas vacías se esconden grandes historias. Y sabemos también que en las noticias del día, en las calles chipriotas o en las salas de urgencias de Castilla-La Mancha que Cospedal pretende cerrar, no faltarán los don nadie que lograrán un pequeña grandeza cotidiana capaz de hacer del mundo un lugar mejor. Sé que se trata de una expresión manida, buenista, como el Imagine de Lennon. Pero en los periodos de crisis y de cambio, está comprobado que sólo la voluntad de fortalecer los lazos de la comunidad consigue asegurar los cimientos, impidiendo que la sociedad se pervierta del todo. De ahí la necesidad de actuar en red. Porque ahora ya tienes la certeza de que entre esa masa anónima se encuentra aquél que te ayudará a levantarte cuando te caigas, y el que buscará casi con tu misma ansiedad tu teléfono en el vagón del tren, incluso el que un día puede salvar tu vida.
Joana, emocionante, me has arreglado el día. Tienes esa forma tan importante de hablar de lo más importante, de lo sustancial con un lenguaje perfecto y sin desidades vanas. Lo profundo como liviano.
Gracias
Perdon: densidades.