Ir documentado es un imperativo social, y más desde que la idea de secreto ha sido barrida por ese voraz Gran Hermano que incluso a Orwell le hubiese hecho parpadear. Estamos monitorizados en todas partes, y nuestras huellas dactilares archivadas en los ordenadores de la policía de Nueva York o Alcorcón. El ciberespacio nos chequea a cada instante: cuando accedemos a una página, aceptamos una cookie, descargamos una aplicación o escribimos la palabra cazuela en un correo. Le ocurrió el otro día a una amiga. Al minuto de haber tecleado el nombre de ese utensilio, le anunciaron en Facebook una atractiva oferta de inoxidables.
Según Unicef, mientras el 98% de la población tiene certificado de nacimiento en los países ricos, el 40% de los niños del tercer mundo no han sido inscritos al nacer. Pobreza equivale a indocumentación. A desamparo, sin nombre ni número para defenderse en un pleito o reclamar un trozo de tierra. Según escribe Charles Kenny en Foreign Policy, las técnicas de identificación biométrica se multiplican, desde el escáner del iris hasta la cartografía de la lengua o las ondas cerebrales. A fin de luchar contra impostores y evasores, la tecnología se ha sofisticado hasta el extremo de que imaginas, en algún lugar del mundo, una pantalla con un retrato robot que no representa a nadie más que a ti. La paranoia social en un sociedad hipervigilada, dispuesta a conocer tus aficiones y manías para venderte lo que aún no sabes que necesitas, causa estragos.
El siglo XXI será el de la muerte de los secretos. Todo es público, y lo que aún no lo es acabará por serlo. Aunque ahí están esas nuevas agencias que se ofrecen a borrar tu mala reputación de la red. Porque a pesar de estar hiperidentificados, padecemos una espasmódica crisis de identidad. ¿Quiénes? Los estados, la política, la prensa, la novela, la educación, la verdad…
El propio yo, fichado pero vagabundo.
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Se suele no incribir a los niños en los países que no pueden explotar sus propios recursos, porque la tasa de mortalidad infantil es muy alta. Muchos países optan por empezar a inscribir a los niños a partir de los cinco años.