Es tiempo de Eclesiastés —debería ser de lectura obligada desde Primaria—. Hay un tiempo para reír y otro para llorar, pero las sociedades han extraviado su primer oráculo: el tiempo para soñar, y por tanto el sueño como vía de conocimiento. Parménides y sus amigos afirmaban que todos los misterios se hallaban en los sueños, incluidos los teoremas matemáticos. Su simbolismo y su gramática prestaron un extraordinario servicio en las antiguas civilizaciones para anticipar y comprender la realidad. Pero a causa de la delgada línea que separa la psicología de la magia, se fueron desinflando a lo largo del siglo XX, junto a la decapitación de dioses y las ideologías. Las teorías freudianas sobre los restos diurnos que se cuelan, desplazados, en el relato del soñante, o la convicción de Jung acerca de que el inconsciente es el consejero de la conciencia, y que la interpretación de los sueños no depende de los adivinos supersticiosos sino de las circunstancias individuales de cada uno, alumbraron la inspiración onírica de Cortázar, los enigmas de Wittgenstein o los ensayos de María Zambrano sobre el regreso a la soledad animal: ese volver sobre uno mismo, lejos de la ardua tarea de la supervivencia.
En The Guardian leo una reseña del libro Social dreaming in the 21st century: the world we are losing de los psicoterapeutas John Clare y Ali Zarbafi, que ha despertado gran interés en Gran Bretaña. Según estos, es esencial que recordemos y compartamos nuestros sueños para descubrir pensamientos a los que habitualmente no tenemos acceso. Y a fin de justificar su teoría, ponen como ejemplo la investigación de Charlotte Beradt, que catalogó numerosos sueños en la Alemania de los años treinta, y una vez analizados —tras la Segunda Guerra Mundial—, comprobó que profetizaban los horrores de los campos de concentración nazis. Aseguran Clare y Zarbafi que aquellos sueños fueron una respuesta inconsciente a la aquiescencia social ante la violencia que iba a producirse. El otro ejemplo al que recurren procede de un tribu de Malasia donde durante más de 300 años no hubo ni una muerte violenta. La respuesta aseguran que se halla en la importancia que la comunidad le concedía a los sueños, compartidos en familia durante el desayuno, que luego se discutían y se interpretaban en sus rituales.
En Londres ahora empiezan a proliferar las terapias de grupo para «soñar socialmente», un espacio en el que relatar aquello que no solemos hablar con nadie, y cuyo desafío no es recordar los sueños, sino atenderlos. Clare y Zarbafi aseguran que pueden actuar como verdadero oráculo, reduciendo la agresividad y la violencia social, además de replantear el mundo más allá del déficit y la bancarrota. La vigilia entra de puntillas, a través de las rendijas del día , reivindicando los beneficios de la soledad zoológica del sueño.
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