Alexánder Solzhenitsin afirmaba que todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. “Solo hay que mirar lo suficientemente a fondo para encontrarlo”. Y así es, siempre habrá alguien dispuesto a demostrar que copiamos en un examen, robamos un libro, fumamos en el lavabo de discapacitados o pagamos al fontanero olvidando el IVA. Porque todos somos sospechosos en mayor o menor medida. Y todos hemos sacrificado una buena porción de nuestra privacidad voluntariamente. En nuestra diaria autoafirmación manejamos con profusión el yo conscientes de que siempre habrá algo, un pensamiento, una emoción, que sólo permanecerá para nosotros. Por ello me produce tanta desconfianza ese “nada que ocultar” por parte del ciudadano de a pie, para quien la posesión de un secreto significa la afirmación de su propia existencia, mientras un desfile de corrupciones, dobles contabilidades o redes de espionaje sacude la escena política.
Porque invadir la esfera privada de forma tan peliculera como la trama entre partidos y detectives, que consideraba a los adversarios políticos (en una democracia, por muy debilitada que se encuentre) como parte de un juego sucio sin principios que valgan, supera las expectativas. El escándalo del espionaje en la política catalana demuestra que hoy vale todo, incluso traspasar los límites de la privacidad y del pudor, a fin de arañar un secreto que podría ser utilizado como estrategia de derribo. “Estas flores no esconden micrófonos”, leo en una tarjeta sobre de la mesa del chiringuito Kauai, de Óscar Manresa, siempre original para poner letras a los cubiertos. Se agradece el aviso, porque en verdad estas maniobras insidiosas sitúan la política al borde del delirio ficción, como si antes de sentarse a comer hubiera que activar inhibidores, detectores y transformadores de voz para conversar con tranquilidad sobre sexo y bótox. Pero ¿es que alguien cree que aún se pueden guardar secretos, cuando nunca habían estado tan devaluados? Loco mundo el que nos vigila y espía, y que prefiere la opacidad a la transparencia.
Sería cuestión de debatir sobre la conveniencia de conocerlo todo o si es mejor ocultarse bajo la resignada e inocente ignorancia con que vivimos la realidad circundante los que ya llevamos muchos años recorridos.
Ahora nos asombramos sobresaltados del escándalo diario, de la desfachatez de los que decidieron amparase en la impunidad, de los que compran y de los que se venden, de las cortesanas y Zorrinas. Pero, ¿no ha sido esto lo que ha ocurrido siempre? ¿Tan ingenua es nuestra sociedad para rasgarse las vestiduras? ¿Cuál es, en realidad, el pecado cometido por el PP? ¿Se ha financiado como ningún otro partido? ¿Está en condiciones la oposición de esgrimir la ética para reprochar la “inmoralidad” de Rajoy?.
Les diría a los cándidos que, desde que nos convertimos en demócratas, no ha habido un solo partido en España que no se haya dejado sobornar por las grandes constructoras e inmobiliarias a cambio de jugosas adjudicaciones. Lo digo con pleno conocimiento de causa desde mi condición de espectador directo. Comprobé, en el colmo del cinismo, cómo la oposición municipal y autonómica, sabedora que el gobierno se dejaba “seducir”, ponía también el cazo y no había más remedio que dejarse morder otra vez, bajo el riesgo de que en la siguiente legislatura se movieran los escaños. Y entrando en más detalle, eran determinados partidos insulares los que a principios de los ochenta se comportaban con más voracidad.
Mal está todo, pero caer del guindo a estas alturas tiene algo e hipocresía y mucho de estulticia que favorece los espurios intereses de los alborotadores, tan prostitutos como sus acusados.
Muy buena literatura siempre, Joana. Gracias y enhorabuena.
Sin secretos no somos nada…o sí. Somos muy aburridos