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La casa a cuestas

La casa de nuestra infancia tenía un pasillo infinito que con el paso del tiempo se fue acortando, el mismo que hoy, cuando con suerte regresamos por navidad, se nos hace tan familiarmente abreviado. Ya poco importa que hubiera goteras, ni que de noche hiciera frío. En cambio, la memoria se entretiene en el edredón granate cuidadosamente doblado sobre la cama de los abuelos. O en el cajón secreto donde nuestros padres guardaban documentos, revistas picantes y tabaco de Andorra. Somos las casas donde vivimos porque sus recuerdos no sólo proceden de sus paredes sino de un lugar en el que pudimos soñar. Allí donde sentimos el centro de nuestra soledad, aprendimos de jerarquías, adquirimos confianza, desvelamos un misterio o hallamos reposo. Nunca necesitamos un palacio para vivir, todo lo contrario, ya lo dejó escrito Baudelaire, en ellos no hay rincones para la intimidad. Al fin y al cabo, nuestra tendencia a la costumbre acaba deshabitando unas esquinas en favor de otras hasta trazar un cerco invisible para marcar territorio, nuestro lugar en la mesa, nuestro lado de la cama. Con el tiempo, incluso convenimos acomodarnos a sus humedades, y logramos que los ruidos que esconden sus muros se conviertan en viejos conocidos.

La casa es nuestro rincón del mundo. La frontera entre el afuera y nuestra intimidad en pijama. Un cosmos en toda la acepción del término, decía el gran fenomenólogo Gaston Bachelard: “Sólo por su luz la casa es humana. Ve como un hombre. Es un ojo abierto a la noche”. Quedarse sin ese ojo. Ser expropiado, no sólo del cascarón sino del amparo y el ensueño. No olvidemos lo segundo. Un desahucio no sólo representa la expropiación de la vivienda sino de un orden mental. Exiliados de su intimidad. Apátridas sin llaves ni tabiques. Acaso un día creyeron que el banco podía avalarles un sueño de hogar mediante una hipoteca que acabó por aplastarles.

La compra de viviendas crece paralelamente a los nuevos sintecho. No hay otro escenario más excitante para los que acumulan cash. Los suicidios de los desahuciados españoles nada tienen que ver con los de aquellos ambiciosos brókers que en el 29 se lanzaron al vacío desde una suite del Waldorf Astoria. Son el espejo del drama de la clase media que siguió correctamente las instrucciones dictadas por la codiciosa burbuja. “Gente vulnerable”, reconoce ahora el Gobierno ante la cruda desesperación, obligado a administrar tratamientos paliativos a sus propias reformas. Porque perder la casa no sólo representa perder la morada sino extraviarse de uno mismo al cercenar las risas de los niños del largo pasillo. Y es que de la misma forma que nosotros la habitamos, es la casa quien nos habita.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

2 comentarios

  1. Regina Regina

    Què bonic i què trist alhora. En qualsevol cas i com sempre… Un article deliciós. Una abraçada, Regina.

  2. El Fary El Fary

    Excelente artículo, que pone en valor lo que no tiene precio. Una casa es un hogar, y perder un hogar es mucho más que perder una casa. Sólo en la consideración de ese ámbito infinitamente más importante que el económico para la vida de una persona, seremos capaces de comprender el drama de los desahucios en toda su dimensión humana.

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