No es algo excepcional unir dos asuntos aparentemente tan dispares; a menudo existe un correlato entre la legalización de la marihuana y la de los matrimonios homosexuales, aunque ambas reivindicaciones sólo converjan en el cascarón de las libertades individuales. Diáfanas son las dos lecturas previsibles: menuda frivolización vincular la risa floja del porro y sus efectos dañinos con la desigualdad histórica que ha perseguido a los homosexuales -y que aún permanece, prejuiciosa y envenenada en la moral de salón de té-. O lo contrario: ambas reivindicaciones se vienen cruzando en las modernas democracias como si en una asociación libre de ideas fueran indicadores de progresismo y tolerancia. Este año, Uruguay ha reconocido por primera vez un matrimonio entre personas del mismo sexo y casi paralelamente ha anunciado que no sólo legalizará el consumo terapéutico y recreativo de la marihuana, sino que encabezará una cruzada internacional para lograr su regulación. En Francia -donde la homosexualidad fue tratada como enfermedad mental hasta ¡1992!- ya tienen proyecto de ley para casar a gais y lesbianas. Al tiempo, el ministro de Educación francés se ha declarado partidario de abrir un debate nacional sobre la despenalización de la marihuana, igual que la ministra Duflot: “El cannabis debería ser considerado como el alcohol o el tabaco y así reducir el tráfico y la violencia y desarrollar una política de salud publica”.
En España, justo cuando, al fin, el Constitucional ha avalado el matrimonio homosexual, no es previsible que Rajoy encuentre fuerzas para abordar el debate del cannabis a pesar de que desde hace tiempo voces tan poco sospechosas de ser “porretas” como la de Vargas Llosa aseguren que, ante el fracaso de la lucha contra el narcotráfico, no exista otra alternativa que la despenalización o al menos la regulación de las drogas. Las leyendas de las volutas prohibidas se han acompañado de un aura de malditismo hoy obsoleto. Prevalecen en nuestra sociedad las posiciones restrictivas que alertan de los riesgos del porro, muy graves entre los jóvenes, y a la vez abundan estudios y enfermos que confirman sus beneficios terapéuticos.
El Constitucional, en su fallo, ha apelado a los cambios sociales que van por delante de la ley, una manera de ilustrar la importancia de enfrentarse a los tabúes y sacudirse prejuicios para abordar con madurez asuntos mucho menos marginales de lo que se presupone. Acaso como otra manera de salir del armario.
Estoy convencido de que con la legalización de la maría bajaría su consumo entre jóvenes que encuentran su principal atractivo en que está prohibida. De todas formas la prohibición de la maría, al ser una sustancia natural y no manipulable, no lleva aparejada la consideración de otros elementos que hay que tener muy en cuenta en la venta ilegal de otras sustancias.
Debemos partir del hecho innegable del consumo masivo de drogas legales e ilegales. La diferencia entre unas y otras es el control sanitario y de calidad que se tiene. Dejar en manos de mafias asesinas y criminales que se extienden mediante una red de camellos, muchos de ellos también enganchados, y sin ninguna ética más que la de ganar dinero, la manipulación de sustancias que son consumidas masivamente es lo contrario de defender la salud pública, objetivo teórico de la prohición. Muchas veces, el llamado corte o adulteración de las drogas con todo tipo de sustancias para sacar más dinero, algunas tan demenciales como matarratas o yeso, además de todo tipo de medicamentos, es más perjudicial que la propia sustancia narcótica.
Creo, no obstante, que antes de legalizarlas se debe tener una información y educación rigurosa y veraz sobre sus efectos y consecuencias. También creo que el tratamiento mítico, casi épico y heroico, que se le ha dado al consumo de muchas sustancias y que tanto atrae a la juventud, por naturaleza proclive al malditismo y la transgresión, proviene precisamente de su prohibición.
Convivir y hacer un uso responsable y lo menos perjudicial posible de las drogas, sean legales o ilegales, es una cuestión cultural. Lo vemos en este país con el consumo de vino. La gente no es tonta, no necesita tutores y censores que además son ineficaces y favorecen lo opuesto a lo pretenden con efectos secundarios como una criminalidad tremendamente poderosa capaz de poner en jaque a gobiernos enteros o unas sustancias distribuidas por gente sin ética que no pasan ni el más mínimo control sanitario y son enormemente más perjudiciales que si estuvieran legalizadas y sometidas a un control farmacéutico y químico.
La gente necesita formación e información veraz y a partir de ella muy pocos son los que elegirán el suicidio lento de la adicción a ciertas sustancias.
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