¿Por qué nos quedamos quietos y silenciosos cuando subimos a un ascensor con gente dentro? Casi como estatuas, perdemos el gesto al tiempo que un aire de incomodidad nos aísla a pesar de estar más cerca que nunca de los otros. Se rompe nuestro cordón invisible, la proxemia -que delimita la distancia personal con el equivalente a la longitud del brazo-; y una vez invadida nuestra esfera espacial, nos rozamos la espalda o el codo y forzosamente olemos el pelo o identificamos el perfume de quien tenemos al lado. En la medida de lo posible evitamos el contacto visual. Demasiado desafío a nuestra intimidad. Apretamos el botón con torpeza, y una rigidez antinatural se apropia de nuestros músculos, así como una expresión ciertamente piadosa que nos hace mirar fijamente la punta de los zapatos, y lo que es más raro aún, las uñas de la mano como si nos acabaran de hacer la manicura. Apenas nos atrevemos a posar los ojos en el otro, a no ser que hablemos del tiempo. ¿Cuántas veces nos hemos prometido no caer en el socorrido recurso meteorológico para maquillar ese nada que decir, aunque invariablemente acabemos refiriéndonos con un aire impostado al día brumoso? Contaba Peter Sellers que para combatir la abulia de los ascensores de hotel inventaba historias fantásticas en voz alta: “¿Has dejado encerrado al mono? -le preguntaba a su compinche-. Sabes que la última vez se escapó, se volvió loco y lo destrozó todo”.
Pocas veces asociamos el ascensor con una forma de transporte público. El doctor Lee Gray, especialista en observar cómo actuamos en ellos, asegura que se convierten en un interesante espacio social ya que en ellos el individuo no tiene el control. Y precisamente es ese desempoderamiento lo que nos causa ansiedad, fobia e incluso terror. Por eso nos comportamos de forma tan rara. Gray detalla la coreografía que interpretamos inconscientemente: entramos y por lo general nos ponemos de frente a la puerta. Si somos dos, escogemos diferentes esquinas, en diagonal; si llega una tercera persona, formamos un triángulo y cuando entra una cuarta, un cuadrado, con uno en cada esquina. Una quinta persona probablemente quedará en el centro. Eso sí, cuando estamos a solas, lo usamos como una caja privada que adopta aires de camerino.
La metáfora del ascensor social continúa siendo válida, aunque en los últimos años no se cumpla; como si el ascensor llevara un lustro estropeado, encajonado entre dos pisos, aprisionando a las familias e impidiendo que los hijos escalen un piso. En su lugar: descenso social, claustrofobia. El problema es que nunca terminan de llegar los bomberos.
Te leo con frecuencia. Tu prosa es clara, amena y veraz, Gracias, y un cordial saludo.
Cástor
El ascensor más famoso el que aparece en “El Resplandor”.
Tienen los ascensores, cuando uno los espera, una promesa o un temor. Nunca sabe uno que aparecerá cuando se abran sus puertas.
http://www.youtube.com/watch?v=RvEtddmkzXI