El bufé florentino despista a los invitados, demasiado atentos al risotto con trufa blanca, excepto a un reducido grupo que advierte cómo se abren los cordeles rojos que dan paso al ala Denon del museo. «Una visita privada», anuncian con discreción mientras dos vigilantes abren el paso entre esmóquines y espaldas escotadas. Apenas un murmullo. La visión nocturna crea un sentimiento de clandestinidad. Una vaga evocación de aquellos robos cinematográficos. Avanzar entre las sombras de las grandes piezas de la historia del arte crea un sentimiento casi religioso. Al fin, una sala con luz: Veronese y Leonardo. Las bodas de Caná y La Gioconda. Y el frufrú agitado de tanto exclamar «¡oh!». Porque contemplar la Mona Lisa sin una tropa de turistas a tu alrededor es algo parecido a ver por primera vez el mar.
En la creación de una obra de arte el instante de felicidad perfecta no existe, escribió Lucien Freud, porque a medida que va acabando la obra el artista comprende que lo que pinta sólo es una imagen. Sin vida. Todo lo contrario a lo que le sucede a la espectadora nocturna, que exprime ese instante de felicidad y siente que su vida se alarga. E incluso imagina, bajo los efectos de la experiencia estética, que se acerca a dos guardias sonrientes y les pregunta si se puede ver la Venus de Milo, y le dicen que no, que esa sala está cerrada. Pero cuando enfila hacia la salida, a pie de escalera, un vigilante la ha seguido y le dice: «Mademoiselle, usted quería ver la Venus de Milo, ¿no?». Y ambos avanzan a tientas, bajo la advertencia de que, si aparece su jefe, él la acusará de haberse colado. El instante de felicidad perfecta reaparece: allí está la estatua griega bañada por un haz de luz amarilla que atraviesa la ventana. Con su serenidad imponente, sin brazos, la mirada perdida, la claridad en el cuerpo, los pechos oscurecidos, la tela drapeada en la cintura dejando asomar el nacimiento de la espalda. El tiempo deja de correr. La belleza es una pausa en el tiempo que no se desvanece al soplarla, como un diente de león. Porque una Afrodita del siglo II a.C. que hace casi doscientos años un campesino griego desenterró y guardó en su establo hoy sigue de pie, cegándote, una medianoche en el Louvre que aún no sabes si fue un sueño de verano.
(La Vanguardia)
Un artículo que es una pequeña obra de arte, tierna, escueta y delicada. En esta página encontrará un cuento llamado “Where or when” que tal vez le agrade.
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Que lindo leer siempre tus crónicas aunque sean acerca de items que en la vida me hayan conmovido. ácida dulce seria graciosa. Un encanto.