Ni pan ni circo. Se acabó la facilidad para repartir cultura a pesar de su valor identitario. Ser espectador —excepto para la clase media-alta— ya no podrá ser un ejercicio entendido como la manta que nos da cobijo y enaltece el ánimo. Ni como un escudo de protección, sino como un cadáver exquisito. Y ojalá fuera en el sentido surrealista de la expresión, porque un teatro o un concierto vacíos expresan mayor desolación que un edificio abandonado a medio construir, ya que allí, en aquella sala, se pretendía -con mayor o menor acierto- servir en bandeja una ración de alimento para los sentidos.
Hoy conviven en las páginas culturales de un periódico las tradicionales bellas artes, Juego de tronos, Lady Gaga y los crucigramas, en una clara muestra de su popularización, como resultado de la demanda del gran público. Sobre esta supuesta banalización, así como del impacto digital que con pasmosa naturalidad —y a menudo con ingenio y talento— convierte al ciudadano en crítico literario, además de la función del periodismo cultural, debatían Montse Domínguez, Llàtzer Moix, Antonio Lucas, Winston Manrique o Sergio Vila-Sanjuán en la UIMP.
«Los periodistas somos vicarios de la realidad», anunció Juan Cruz en dichas jornadas, donde los asistentes firmamos un manifiesto contra las últimas medidas del Gobierno. Y más cuando «nos duermen con cuentos de terror», añadió el periodista parafraseando a León Felipe. Las manifestaciones de la semana pasada, expresando la desolación entre artistas, distribuidores y público alertan sobre la necesidad de que los periodistas culturales analicen las consecuencia de las medidas. Porque de la misma forma que los súper-IVA desatarán la economía sumergida y el fraude, es de esperar que no sólo favorezcan la piratería y las descargas, sino que aflore de nuevo aquel término tan manido de los años sesenta, una subcultura dispuesta a resucitar el cadáver o a transformarlo en vampiro.
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