Por supuesto, nos gusta vernos. Capturar nuestro mejor rostro para autoafirmarnos al mostrarlo, consumiendo así el sueño narcisista de poseer un nutrido repertorio de yos. Jugamos a fotografiar la vida en un afán de búsqueda, como si nos hiciera seres más completos. La cámara del teléfono se ha convertido en una extensión de nosotros mismos ocupando los espacios en blanco que antaño considerábamos como horas muertas. Hoy, más de 420 millones de teléfonos inteligentes congelan el presente y han sofisticado de tal forma las costumbres que todos llevamos nuestra intimidad a cuestas, una intimidad portátil. Desde e esa pequeña pantalla nos sentimos a salvo, protegidos y blindados con nuestra agenda, nuestra música, nuestras aplicaciones y nuestros mapas. El caso es que nos precipitamos hacia el pasado en lugar de condensar el instante. ¿Acaso nos incomoda? ¿O el tecnoestrés nos empuja a almacenar la vida en un archivo digital en lugar de vivirla cara a cara?
La pasión mundana por el clic viene de lejos. También la revolución de grandes fotógrafos, como Man Ray, Lartigue, Beaton, Evans, Avedon o Dorothea Lange que han logrado desvelarnos las otras pieles de la realidad. Annie Leibovitz afirmó en una ocasión que se da por satisfecha si hace cinco fotos buenas en un año: «conozco la diferencia entre una buena foto y otras de circunstancias». Tendríamos que tomar nota. Acaso lo que nos mueve, a uno y otro lado de la cámara, es la ilusión de escapar de la vida entendida como un fundido en negro. Y en su lugar, atrapar su fugacidad.
(Marie Claire)
Buenisimo Joana!