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Nuestra basura

No hay imagen más cotidiana, pero a la vez tan contradictoria, como la de guardar el cubo de basura bajo el fregadero. Porque evidencia con gran plasticidad el contraste entre la higiene y la mierda. Cierto es que existe una primera correspondencia entre ambos planos: los platos sucios en el superior, los desechos, en el inferior. Pero mientras bajo el grifo el agua devuelve la dignidad a la vajilla, las sobras del día se ocultan y se olvidan al igual que la muerte. El efecto liberador que produce la limpieza pasa por la sensación de pequeña eficacia que nos alivia al recoger las sobras y tirarlas. Y que nos ayuda a olvidar el hecho de que algo que fue se transforme en nada. La materia tiene esas ventajas a diferencia de la conciencia: desde el budismo hasta el psicoanálisis han ejemplificado la necesidad de identificar nuestros pensamientos basura y, en lugar de querer echarlos a un cubo, convivir con ellos de la forma más indolora posible.

Nadie en su sano juicio piensa en su basura, pero nunca habíamos utilizado con tanto ímpetu esta palabra como adjetivo, desde la comida basura hasta los bonos subprime, la telebasura e incluso la cultura trash, que ha dado lugar a vanguardias efímeras y subversivas. En más de una ocasión algún periodista voyeur no ha perdido la ocasión de fisgar en la papelera de su «objetivo» y ha hallado verdaderas joyas, pues allí permanecen las huellas de nuestros hábitos, además de aquello de lo que queremos desligarnos. Concienciados de la necesaria sostenibilidad ecológica, los españoles hemos aprendido a reciclar, porque en el primer mundo todo detritus tiene que ser debidamente tratado: en 15 años hemos pasado de recuperar un 5% de los envases a casi un 70%. Y es que no hay asunto que indigne más a los vecinos que la suciedad, el olor agrio que exhalan los contenedores rebosantes de bolsas que asoman sus excrecencias, o el incivismo que no reconoce el espacio público como propio.

La alcaldesa de Madrid, asfixiada por las deudas, ha anunciado que también se ahorrará en la recogida de basuras. A diferencia del norte de Europa, en la mayoría de nuestras ciudades —igual que en París, Roma o Lisboa— los residuos orgánicos se recogen a diario porque tanto nuestro clima como nuestra dieta lo justifican. Se pone el acento en la eficiencia para «conseguir mejores resultados a menor precio», pero esta medida, que de ninguna manera puede basarse en cuentas cortoplacistas, debe respetar tanto la conciencia medioambiental como nuestra cultura mediterránea, en la que los cubos de agua y el fregado siempre han representado ese trance purificador que tanta falta nos hace. ¿Quién nos iba a decir que también habría que racionar la limpieza?

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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