Los valores esenciales no admiten tergiversación. En tiempos de Madoff, Lehman Brothers y Correa crece la afición a las carambolas. Y lo más pasmoso es la ausencia de riesgo y moralidad. «No tengo conciencia de haber hecho nada malo» dijo el pasado jueves al dimitir Carlos Dívar. 32 viajes personales, 38.000 euros endosados al Consejo General del Poder Judicial. Sus mentiras no fueron sofisticadas: en lugar de cenas amistosas habló de cenas protocolarias y en vez de viajes por capricho aludió a invitaciones oficiales («No le hemos invitado, que nos enseñe la carta», le replicó el expresidente cántabro Miguel Ángel Revilla). Pero, ¿por qué un hombre recto, el jefe de los jueces, se empeñó en mentir hasta que la situación se hizo insostenible?
Dan Ariely, profesor de Economía en la Universidad de Duke, acaba de publicar un libro sobre la mentira y la honestidad, y en él encuentro el chiste de un judío que pierde su bicicleta y va a pedirle consejo a su rabino: «Ven la siguiente semana a la sinagoga —le dice— y cuando lleguemos al “No robarás”, observa quién te mira a los ojos. Ese será el culpable». A los siete días, el rabino preguntó: «Como un hechizo —dijo el hombre—, cuando llegamos al “No cometerás adulterio” recordé dónde había dejado mi bicicleta». Ariely asegura que son minoría aquellos a quienes la mentira les lleva a cometer delitos graves, pero en cambio, la gran mayoría de buenas personas engaña «un poquito», sin mala conciencia, sea para parecer más joven, aparentar con un bolso de marca falso, redondear una factura o reclamar a un aseguradora. No seré yo quien amoneste la afición por las mentirijillas, pero no vaya a ser que si no desalentamos esa afición, el efecto contagioso del engaño nos acabe preparando para mayores transgresiones.
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