La primera vez que visité Amsterdam no reparé en uno de sus numerosos carriles para bicicletas, y avanzaba con la misma parsimonia que traía la radiante mañana junto a los muelles hasta que el avinagrado timbre de una aún más avinagrada mujer me increpó para que desalojara su vía. A nadie le gusta sentirse echado, recibir una bofetada imaginaria o un mohín de desprecio; cuando ocurre nuestro instinto se rebela y se protege, llegando a creer que tenemos razón aunque estemos infringiendo una norma. A menudo necesitamos contar hasta diez para reconocer que en verdad molestábamos. Porque irrita tanto que una bicicleta pase rauda por encima de la acera como que una familia con niños ocupe el carril bici y esté dispuesta a llegar a las manos si les tocas el timbre —y no digamos si rozas a sus retoños—.
La división entre quienes van sobre dos ruedas y quienes prefieren sus dos piernas ha encendido una controversia que, lejos de fomentar una conducta cívica y respetuosa, agranda intransigencias y fobias. La convivencia es uno de los asuntos más sagrados de la vida en comunidad. Nos educan en el respeto, pero la búsqueda de un beneficio inmediato a menudo significa que nos olvidemos del otro y perdamos el sentido de «espacio público». No hay peor acercamiento humano que el de la desconsideración. Eso pienso cuando entro en un taxi con la radio a todo gas y una peste a porcino. O cuando en un restaurante el aire acondicionado quiere competir con un iglú, y en pleno verano debes pedir una manta zamorana. Pero eso no es todo, te rodean mesas gritonas que ni perciben la presencia ajena. Y qué decir de aquellos que vociferan a grito pelado asuntos que preferirías desconocer. O de quienes, cuando se sientan a tu lado, en el cine o el tren, empiezan a hacer ruiditos nasales y sin miramientos desalojan tu codo del reposabrazos. También están aquellos que bostezan con la boca abierta mientras te hablan: me pasó una vez en una entrevista de trabajo, y no había nada más impúdico que mirar al personaje, que, mientras resumía su oferta, me mostraba la epiglotis como si se desnudara. Aunque la peor de todas las desconsideraciones a menudo parte de un sentimiento infértil, si bien humano poco admirable: la envidia. Ese punzón que agita y corroe, que mancha reputaciones, crea falsos mitos y convierte la infamia en verdad. Nada que ver con el arte de la crítica, que sostiene que para apreciar lo uno tienes que cargarte lo otro. Sustituye la cortesía por la desconfianza y la amabilidad por los rebuznos. Como si no pudiéramos ser capaces de admirar, respetar o tolerar a nuestros propios contemporáneos. Ni lo niños se chinchan tanto.
Porque en cierto modo despreciamos el eclecticismo; nos parece una medida intermedia, claro, y por tanto poco expeditiva. Más que el frío en los restorans, jode su insufrible ruido, que es como una pieza de Bartok invertida sonando en los altavoces del Primavera Sound.
Un saludo.
La envidia es muy curiosa, porque tiene una larga y virtuosa tradición, lo que parecería contradictorio con su calificación de pecado. Es la virtud democrática por excelencia. La gente por ella tiende a mantener la igualdad. Produce situaciones para evitar que uno tenga más derechos que otro. Al ver un señor que ha nacido para mandar dices, “¿por qué estás tú allí y no yo? ¿Qué tienes que yo no tenga?” Entonces la envidia es en cierta medida origen de la propia democracia, y sirve para vigilar el correcto desempeño del sistema. Donde hay envidia democrática el poderoso no puede hacer lo que quiera. Si hay quienes no pagan impuestos, comienza la reacción de aquellos que envidian esa situación y exigen que los privilegiados también paguen. Sin la envidia es muy difícil que la democracia funcione. Hay un importante componente de envidia vigilante que mantiene la igualdad y el funcionamiento democrático.
Fernando Savater.