Me gusta observar a esas personas casi invisibles que asisten a los mandatarios. Son difíciles de identificar, mudos, o en todo caso susurrantes, pero siempre alerta. Su principal función es actuar según la necesidad, desde sostener un bolso hasta abrir una puerta o tener a mano una caja de Gelocatil. Suelen colocarse allí donde literalmente se expande la sombra de su jefe, esquinados y menguantes frente a la corpulencia de los escoltas. A menudo guardan el teléfono del poderoso en cuestión; también recogen los libros que les regalan y son el brazo que sostiene el paraguas, como hacía Paoletto, el mayordomo infiel de Ratzinger. Paolo Gabriele tenía el privilegio de oler la intimidad del Papa al abrir sus sábanas blancas. Desde ayudar a vestirlo a prepararle la infusión o revolver entre sus cajones. Porque Gabriele había sido elegido como depositario de una palabra noble: confianza. En su reverso: traición.
En los 25 siglos transcurridos entre el desvío ético de Efialtes, aquel pastor de Tesalia que reveló al rey persa Jerjes I el camino alternativo al paso de las Termópilas, y la deslealtad de Gabriele —apodado ya Il corvo (el cuervo)—, la traición no ha hecho más que sofisticarse. Tanto es así, que el llamado ya VaticanLeaks parece una fusión del hacker Assange y la trama vaticana del El Padrino III. Y si no, fijémonos en los detalles: desde la nanocámara utilizada para fotografiar los documentos a las sospechas de que Paoletto no es sino la cabeza de turco en un complot organizado por cardenales contrarios a Benedicto XVI, extremo negado por el portavoz de la Santa Sede, el padre Lombardi.
Desde la traición de Judas en el huerto de los Olivos; la Divina Comedia, en la que Dante la cataloga como «el pecado más monstruoso de todos los posibles»; o la obra de Shakespeare, cuyo Macbeth la definió con unas palabras que el tiempo ha hecho canónicas —«hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos, más sangrientos»—, la traición ha sido siempre el puñal que ha amenazado uno de los lazos más preciados y frágiles en las relaciones humanas: la lealtad.
Dicen que el Papa está apenado, no tanto por las filtraciones sino por sentir tan cerca el engaño de quien fue su devoto servidor. En una ocasión, Esther Koplowitz comentaba que lo más doloroso de la desaparición de El columpio de Goya no había sido el robo en sí, sino que lo cometiera gente «de confianza». Porque no hay sentimiento más venenoso que la decepción: descubrir que al otro lado, quien creías que te daba cobijo te empujaba hacia la intemperie. Y ni Dios en la tierra se libra.
” Paolo Gabriele tenía el privilegio de oler la intimidad del Papa al abrir sus sábanas blancas.” Por favor, Joana, no seas desagradable. Menudo privilegio, salvo que la intimidad huela a cabello de ángel, que todo puede ser.