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Terapia para náufragos

La primera vez que Andrés escuchó la voz de la doctora F tenía treinta y seis años y su hijo, cinco. Fue por teléfono, en la oficina, y sus compañeros advirtieron que hablaba agazapado bajo la mesa, aunque no lograron escuchar sus palabras. «Tengo hormigueos en la cabeza y creo enloquecer. Hace dos meses que no veo a mi hijo», dijo Andrés, anotando la cita, sin darse cuenta de que recaía en el vicio de morderse las uñas.

Los viernes tienen un momento extraño en la tarde, un trozo de cielo rasgado, las calles más vacías, las señales inaudibles de un cambio de ritmo. Andrés no estaba nervioso aquel viernes mientras se dirigía a la cita, con la mirada perdida en un punto fijo. Trataba de ordenar sus síntomas, pero pensó que las cosas siempre son diferentes de como las pensaste, que te entrenas durante años imaginando que tal vez un día te tumbarás en el diván de un psicoanalista, y todas las secuencias, redondas en sus tiempos y diálogos, no sirven de nada cuando te plantas en el momento real. No valen como ensayo, se decía Andrés, que iba sin ninguna frase preparada. La doctora F no lo hizo tender en el diván, le indicó una silla con la mirada baja. Preguntó si podía fumar. «Fuma, si lo necesitas». No encendió el cigarrillo, pero se puso a jugar con el mechero y el anillo mientras la doctora alzaba las cejas, interrogándolo. «Mi mujer me ha dejado sin un duro y no puedo ver al niño. No sé quién soy, me he quedado sin molde, sin estructura». La doctora F le dijo que tal vez no soportaba la idea de verse reemplazado, que otro lo sustituyera, en su casa, con su hijo, con la pensión compensatoria de tres mil euros. «Vamos a verlo despacio», dijo la doctora. Andrés estuvo a punto de levantarse y escapar de aquel extraño consultorio sin enfermera, sin recepción, tan sólo la mesa, el diván y un dibujo al carbón con la cabeza de Freud. Pero afuera no lo esperaba nada.

Adriana Frenquel participó activamente en el movimiento feminista y marxista antes, durante y después de la dictadura de Videla. Actualmente imparte muchas conferencias acerca de la invisibilidad de las mujeres, de la anulación de su identidad, consciente de que la dominación del patriarcado ha dejado importantes secuelas en la psicología femenina, además de conquistas pendientes. Pero desde que ejerce como psicoanalista en España, Frenquel ha atendido a varios pacientes con circunstancias
parecidas a las de Andrés. Hombres que cuando se separan de sus parejas no quieren separarse de sus hijos. Que se sienten maltratados psicológicamente, y que suplican migajas del reloj para llevarlos al colegio. Dice Adriana que la ley paga con ellos una deuda histórica, la que han sufrido y sufren tantas mujeres atravesadas por la injusticia, el abandono, los jetas de turno con tres coches y cinco casas que se declaran insolventes. Los delitos por impago de las pensiones a los hijos se han duplicado en diez años, mientras el Gobierno aún no ha creado un fondo que garantice el pago de alimentos a hijos de padres morosos; los políticos vienen prometiendo esta medida desde 1987 pero han dado prioridad a otros asuntos, confiando en que el instinto maternal encontraría soluciones. «Los hombres víctima, tras una separación, son una minoría, pero existen y no debemos esconderlos», dice Frenquel. Intento ponerme en la piel de Andrés con los ojos cerrados y no lo logro, pero un escalofrío me recorre la espalda al pensar que Andrés podría ser mi hermano.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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