¿Sobrevaloramos hoy a chefs y diseñadores como máximos exponentes de la cultura?, ¿soportamos todo tipo de artefactos escabrosos como obras de arte, autores de pacotilla, colas insufribles para contar que pudimos ver «la exposición» de la temporada? Según Mario Vargas Llosa, no sólo eso, sino que la cultura se ha acabado tal y como un día se entendió. Su último libro —curiosamente el primero después de recibir el merecido Nobel— ha suscitado una amena controversia. «Perdonen, ¡pero qué viejas ideas! Primero porque la gran cultura siempre ha sido cosa de pocos, pero al menos ahora todos pueden leer, aunque no sea Nietzsche»,
escribía hace unos días Pilar Rahola, mientras que el escritor Jorge Volpi
analizaba la paradoja de que alguien que se define como liberal, «se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de Platón que del orbe de un demócrata». Porque en su acérrima defensa de una aristocracia intelectual, Vargas Llosa pasa de puntillas ante la democratización de la cultura, ese fenómeno «altruista y loable», dice, pero cuyo efecto ha sido tan catastrófico como banal. El menosprecio vale tanto para los contenidos como sus envoltorios. Aunque, curiosamente, en una
entrevista publicada en
La Vanguardia, el autor contaba que tuvo que terminar el libro en aeropuertos, «a salto de mata», un proceso tan nómada e hipermoderno en las antípodas del recogimiento del autor clásico que precisa soledad y silencio para crear.
Cierto es que desde las atalayas resulta más confortable estar en contra de todo. Contra el periodismo irresponsable, la política deslavada, la crítica literaria insustancial o los productos culturales light que requieren un esfuerzo intelectual mínimo. Su desconfianza ante las nuevas tecnologías roza el negacionismo. Y arremete contra la influencia de «la jerga, a veces indescifrable, que domina el mundo de los blogs, Twitter y Facebook». «Pero si en los 140 caracteres te cabe un link de la Enciclopedia Británica», me argumenta el filósofo Javier Gomá, que en su libro Todo a mil (Galaxia Gutenberg) recupera el sentimiento de ser «hijo gozoso de nuestro tiempo».
Además de un discurso beato que anega todos los progresos morales de la civilización, esta radiografía de la pobreza cultural, esta melancolía intelectual, vuelve a lo de siempre: a contraponer lo viejo y lo joven, lo profundo y lo superficial, lo permanente y lo efímero, lo elevado y lo popular. Por supuesto, corriendo a deslegitimar la promiscuidad cultural de quienes van a los conciertos de Shakira pero también escuchan a Schubert. Porque, quién a día de hoy está legitimado para imponer un canon, desatendiendo uno de los principios de la cultura: la subjetividad.
Me gustaría saber si el libro de V. Llosa aporta algo nuevo, conceptualmente, a lo dicho por U. Eco en ´Apocalípticos e integrados´. Por otra parte, posiblemente, este libro, así como el resto de la obra de V. Llosa, forme parte de la cultura de masas o de la civilización del espectáculo, si es que ambos conceptos son lo mismo.
No he leído el libro de Vargas Llosa pero, valiéndome del título de este artículo, corremos el riesgo de creer más cultivado a quien se duerme con Schubert que a quien se divierte con Shakira. Quiero decir que la exigencia del canon en la alta cultura puede significar lo mismo que la alienación en la cultura de masas, en el caso, me temo que muy frecuente, de personas que no entienden los méritos y virtudes de determinadas obras pero se sienten obligadas a reconocer y a fingir su entusiasmo por ellas para no quedar mal en su entorno social. Es decir, el canon propicia el conformismo acrítico del mismo modo que lo hace la cultura de masas en su forma de presentar los contenidos culturales.
Para los apocalípticos, entre los que habría que situar a Vargas Llosa, la cultura de masas:
1. Como se dirige a un público muy amplio, y con el objetivo de satisfacer sus expectativas, evita propuestas originales que puedan disgustar a algún sector en particular.
2. Como es un mensaje desinado a una clase de tipo homogénea, tiende a neutralizar las diferencias particuares de cada grupo étnico.
3. No promueve modificaciones en la sensibilidad o el gusto de de las masas.
4. No fomenta la relfexión, alimentando emociones superficiales e inmediatas.
5. Los consumidores están sometidos a las leyes de oferta y demanda.
6. Ofrece al público únicamente lo que éste desea, o peor aún, le sugiere lo que debe desear.
7. Elimina las diferencias entre las elaboraciones de la cultura de élite y la industria del espectáculo y el entretenimiento.
8. Estimula una perspectiva pasiva y poco crítica.
9. Opera en el plano de las opiniones comunes en base al reesfuerzo existente previamente en el seno de la sociedad.
10. Propicia el conformismo.
11. La clase dominante suele utilizarla como vehículo del control social.
12. Utiliza modelos impuestos verticalmente para impedir del ascenso y progreso de las masas.
Para los integrados, por el contrario, la cultura de masas significa que:
1. Un amplio grupo social participa con igualdad de derechos en la vida pública, el consumo, disfrutando de las comunicaciones disponibles.
2. La acumulación de información que ofrecen los medios masivos de comunicación, incrementa la formación e incentiva la reflexión.
3. La homogeneización del gusto permite que ciertas diferencias de clases se eliminen, unificando sensibilidades nacionales.
4. Favorecen la divulgación de información, estimulando la curiosidad y ansias de saber en sectores antes marginados.
5. El hombre contemporáneo puede acceder a aspectos del mundo que antes sólo eran patrimonio de una elite.
6. Colaboran en la renovación cultural, mediante la aparición de nuevos modos de hablar y la incorporación de novedosos lenguajes artísticos.
Y yo no sé con qué quedarme, pues me repatean los que van de exquisitos y no son más que melindrosos fingidores de sensibilidades exhibidas como un rasgo distintivo más de la clase social, y me aburre sobremanera la televisión, los cantos de moda populares, las citas filosóficas que aparecen en facebook, los lugares comunes…No sé que odio más si un anuncio en televisión o un fatuo engreído.
Yo lo he leído y no aporta nada nuevo. A partir de la mitad del libro, por tan obvio todo, incluso empobrece lo que yo ya he leído sobre el aunto. Me da la impresión de que se trata de un libro de encargo, en el que Vargas Llosa ha puesto poco interés.