Lo que aquí entendemos por desafección o desapego de la política, los franceses, con su inclinación natural a una sinceridad sonora e insolente, lo llaman aburrimiento, ese gran enemigo de la felicidad. Ennuyant, dicen, tan dados a dividir las conversaciones y las personas entre interesantes o ridículas. La opinión pública gala acusa tedio ante unas hojas de ruta que bracean por gobernar. Y ahí están los extremos. Por un lado, el grito de guerra de Marine Le Pen cala incluso entre los jóvenes apolíticos que la identifican como «antisistema». Por otro, el orador Mélenchon quiere refundar la izquierda, apasionadamente. Pero este extrotskista con campaña ascendente no ha logrado desvincular su discurso de la pandilla de radicales que se agazapan tras él. Cierto es que la crisis pasa factura y excita las fantasías populistas: Le Pen enciende la idea de un gobierno asistencialista —que no social— pero sobre todo aguerrido y ultranacional, que debe independizarse de Europa, mal de todos los males. Y Sarkozy, un traidor ideológico para muchos que lo votaron en el 2007, radicaliza el discurso de la seguridad, el control de la inmigración y el chovinismo, aunque secuestrado por la hermética hucha de Merkel.
Era previsible que en la primera vuelta ganara Hollande. Pero hacía 17 años que no se producía el milagro, alumbrado además en plena debacle de la socialdemocracia. «Es una posición que me honra y me obliga», ha declarado Hollande, «el blando». El caballero que dejó pasar primero a su exmujer, Ségolène Royal, porque parecía menos aburrida que él, y a quien la incontinencia de Strauss-Kahn le cedió la silla, por fin, después de quince años de tramoyista, ha acabado saliendo al escenario para acallar tanto exceso de pasión. On verra.
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