Desde Suecia y Noruega, donde ya casi la mitad de hogares son unipersonales, hasta Japón, cuya sociedad se articulaba entorno a la familia y ahora el 30% opta por vivir solo, pasando por EE.UU., Reino Unido o España -más de tres millones-, la soledad se extiende como una plaga universal tanto en las metrópolis como en las zonas rurales. ¿Por qué cada vez más gente elige vivir sola? ¿Se ha idealizado la soledad, cristalizando una nueva leyenda que exalta los beneficios de una vida independiente en la que no es necesario pelearse por el mando a distancia? Hay etapas biográficas donde se asocia la búsqueda de la identidad con vivir solo, como contaba Jordi Jarque en el Es: El placer de vivir solos. Pero la popularización y el prestigio de la soledad son consecuencia de los valores liberales imperantes: la liberación de la mujer, internet y el aumento de la esperanza de vida. Así lo argumenta el ensayo Going Solo, de Eric Klinenberg —estudioso de la soledad en la universidad de Nueva York—, que también contempla la otra cara: el desamparo de aquellos que se han quedado sin una red de apoyo.
Mientras el matrimonio se ha devaluado, la familia se ha complicado y la amistad se ha virtualizado, la vida en solitario es una opción cada vez más defendida por el mercado y la cultura. Existen dos tipos de mono-habitantes: los que nunca ordenan armarios y los que incluso ponen nombres a los cajones. Los primeros son leones que sienten que están de paso. Los segundos deberían llamarse solistas porque comparten vocación con quienes eligen componer y actuar en solitario. Seleccionan su partitura y la ejecutan con la voluptuosidad de quien tiene ante sí infinitas posibilidades. Lejos de sentirse aislados convierten su espacio en una vibrante sala de mandos. Pero corren el riesgo de olvidar lo esencial: la soledad es ante todo un estado psicológico.
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