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Aprender a vivir de nuevo

El marco social es un taller de reparación. Los cristales rotos a menudo van acompañados de un sentimiento de orfandad, como cuando se nos rompe un jarrón y sentimos el impulso del llanto. De nuevo, lo urgente enmascara lo importante, porque un mundo averiado parece abocado a recolocar lo inmediato en lugar de proyectarse hacia delante, esto es: primero se requiere taponar la hemorragia laboral, repensar el derrumbe de la Seguridad Social, acallar los grandes déficits educativos y cubrir las necesidades de los nuevos pobres. Ya vendrá después el aprender a vivir.

Hay un factor que tener en cuenta en el hundimiento del Estado de bienestar: el de una nueva recapitulación del consumo, que recupera el concepto de rentabilización frente al de novedad. Sí, se abre un nuevo ciclo en el que se pone en riesgo la llamada ansiedad de la caducidad tan bien acogida por una élite de consumidores que siempre habían ido en busca de lo nuevo y diferente, predispuestos a abrazar lo último entendido como un escalón para diferenciarse; que querían exhibir unicidad a través de algo milagroso como un quitamanchas de última generación o un deslumbrante bolso de Louis Vuitton personalizado. Como esos habitantes tan bien representados por Italo Calvino en sus ciudades invisibles, que cada día quieren estrenarlo todo, vender y comprar, intercambiar incluso sus recuerdos. Deshacerse con inmediatez del pasado, para explorar con regocijo lo diferente. Hoy, la búsqueda de la ilusión en las estanterías del supermercado se ha debilitado, incluso lo plus, lo extra y otros reclamos hiperbólicos que prolongaban la adolescencia —y parecían acentuar lo exclusivo— se han difuminado ante la necesidad de otro tipo de reclamos, curiosamente menos anglófonos: básico, esencial, necesario, resistente. Puro manual de supervivencia.

Dos meses antes de morir, uno de los últimos grandes filósofos, Jacques Derrida, fue entrevistado en Le Monde, donde confesaba a Jean Birnbaum que seguía en guerra contra sí mismo, que se sentía más que nunca como un superviviente, un espectro ineducable que jamás había aprendido a vivir, pero también un hombre que no quería dejar de decir «sí» a la vida, apegado a la intensidad subversiva de la existencia. Derrida constataba que la filosofía, a diferencia de la medicina o la abogacía, goza de menor prestigio social, sin demasiado espacio para reflexionar sobre el verdadero aprendizaje del ser. Lejos de connotaciones epicúreas, ese aprender a vivir comprende el perseverar, el cultivar aquello que forma parte de uno mismo, el no renunciar a lo que nos conforma ni a lo que amamos. Un instinto de conservación que, ahora que la sociedad bracea en el desguace, el consumo declina y lo esencial se revaloriza, debería bastar para no dejar de decir «sí» a la vida.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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