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Sin ojos para contarlo

Un polvorín en Siria ante la timidez internacional. Comparable con Grozny o Sarajevo, dicen los que han estado allí. El barrio de Bab Amro es un fundido en negro, sin cámaras ni micrófonos. Llamadas a media voz de la ONU para que cese la sangrienta represión, sospechas de «crímenes contra la humanidad».

Pero en Homs van rematando a los civiles mientras los últimos periodistas han logrado escapar. Cuatro días para recorrer 40 kilómetros hasta la frontera con Líbano necesitaron los franceses Édith Bouvier y William Daniels. Tampoco fue fácil para Javier Espinosa, el periodista de El Mundo que así relataba su huida: «Había un grupo de niños que estaban aterrorizados y decían: “¡Mamá, mamá!”. Intentamos decirles que se mantuvieran callados pero fue demasiado tarde y los soldados comenzaron a disparar».

Plàcid García-Planas, en su nuevo libro, Como un ángel sin permiso, se pregunta por la naturaleza del reporterismo: «¿Debe el reporterismo dejar mal cuerpo? Probablemente. Porque el reporterismo es algo más que escribir un reportaje. Es como la banlieue parisina, el independentismo catalán o la mirada de un travesti afgano: un estado de ánimo». Respirar o dejar de respirar. Una cuestión que no debe entrometerse en la crónica. No hay reporterismo en Bruselas o Washington. Bastan los forenses de la información económica que la diseccionan en titulares. Al igual que los reporteros, su trabajo es el de informar sobre lo que las manos visibles e invisibles del poder hacen y deshacen en nuestro nombre. No hay bolas de cristal para invocar la náusea a tiempo, pero hay datos. Hace año y medio, cuando ya teníamos los suficientes para determinar el despotismo del presidente sirio Bashar el Asad, lo recibimos en casa como “a un buen amigo” a fin de negociar “intereses comunes” con el gobierno y cenar en la Zarzuela. Le acompañaba su esposa Salma, icono de la modernidad para la mujer árabe, sin velo y con guccis. Y ahí estaban hace unos días, en un simulacro de democracia, como una obscena pareja modélica mientras su país se desangra y ya no queda nadie para contarlo. Puede que el traje de Savile Row del joven El Asad le hiciera parecer más fiable que aquellos viejos Huseins o Gadafis. O tal vez sólo se trate de intereses geopolíticos.

Las democracias plenas aún son minoría y pese a su empaque no saben qué hacer con los tiranos. ¿Bloqueo económico? ¿Sólo cuándo perjudican los intereses occidentales? ¿Cuáles? Y cuando masacran al pueblo, ¿hay que intervenir —en unos sí y otros no— para salvar la economía? ¿O era para evitar más muertes? Occidente prefiere esperar a que gane un pueblo extenuado mientras continúa comerciando con sus cómplices —como Rusia o China que ahora apoyan a los verdugos sirios—. No consuela pensar que si Kant resucitara trataría a todos los tiranos por igual, a riesgo de reventar.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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