Tiempo. Siempre cortejándolo. Cuando se estira como una goma de mascar y nos hace bostezar de felicidad, o cuando nos atropella, veloz y cortante como el viento. Apenas hace dos días que hemos cambiado el calendario de la cocina. Tiene algo de hermoso el gesto de colgar un nuevo año por delante, aún sin usar, con el apresto que trae la ropa antes de ser estrenada. Hemos querido verle la cara al 2012, adivinar sus debilidades. Este será el año de las compras on line, afirman unos, paralizados ante la idea apocalíptica de las ciudades del futuro sin escaparates donde cazar nuestra sombra. No, todo lo contrario, aseguran otros, este será el año del abierto 24 horas impulsado por Esperanza Aguirre; eso que tanto nos gusta practicar en el Marais parisino, en el Soho de Nueva York o en los Encantes y otros mercadillos urbanos que introducen la ilusión del hallazgo en nuestras vidas, de ese algo que siempre nos falta para que el día sea redondo. También este será el año de la nube. La influencia del cloud computing y la desaparición del espacio físico para almacenar datos, letras, fotos. Los informáticos no podían haber elegido mejor símbolo, tan gaseoso, de una levedad leopardiana bajo la ilusión óptica que producen las nubes desde un avión: a veces dunas azules, otras bolas de algodón mansamente blancas. El 2012 será el año de la responsabilidad compartida, de los alimentos ecológicos, de la generación perdida, de los colores pastel y los estampados déco, de la superministra de Rajoy, del peligro de extinción del camello, del atasco de lo antinuclear, de la piratería globalizada, de los JJ.OO. de Londres, de los eufemismos como «crecimiento negativo» en España o «tiquet moderador sanitario» en Catalunya. El año del regreso triunfal a nuestras conversaciones de uno de los germanismos más globales y nobles, Zeitgeist: el espíritu de los tiempos.
Pero el tiempo continúa siendo un invento humano donde no siempre lo cronológico corresponde a lo biológico, ni lo mental a lo físico. Hay días que pasan de largo y otros que se anudan en la garganta. La isla de Samoa acaba de dejar de ser el último lugar del mundo donde se ponía el sol, decidió vivir un día menos, alterando el huso horario, para estimular la economía y facilitar sus negocios con Australia y Nueva Zelanda. Nada que ver con los sesenta minutos de más de los que parecemos disponer en Canarias, ni de las ocho horas de propina cuando cruzamos el Atlántico. Un día comido en Samoa, sin salir el sol a pesar de que saliera.
Mientras el primer lunes del 2012 amanece en el archipiélago de Kiribati, el punto del globo donde asoma antes el sol, cae la tarde en París y la noche se cierra sobre Estambul. El mundo, infiel al reloj, seguirá rodando con su presente veloz incapaz de retenerlo. Y tan sólo dependerá de nosotros moldear el pasado y el futuro, saber vivir.
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