También pandillas de adolescentes, parejas de enamorados, mujeres solas.
Los idealistas sienten nostalgia de una época en la que se mataban las horas de forma más noble, la misma que hoy resulta decadentemente stendhaliana: paseos por el botánico, confesiones en viejos cafés europeos, escritura de buró o secreter —porque hubo tiempos en los que además del sofá cama o del mueble bar también tuvimos armario escritorio—. Las llamadas moles, esos no lugares intercambiables en cualquier latitud, representan la estructura de una ciudad en miniatura donde pasar la tarde sin frío ni calor, garantizando orden, seguridad, custodia —la mayoría cuenta con corralitos para niños—, y también templos, representados por los establecimientos más adorados, para algunos los cines, para otros Dior. En varios lugares del mundo, desde Nashville hasta Teherán o Riad, los centros comerciales son los únicos espacios públicos donde se puede ver y ser visto, aunque sea con burka. Si bien el acto de comprar se asocia íntimamente al sexo femenino y a sus veleidades, hoy se ha convertido en uno de los pasatiempos hipermodernos: una actividad lúdica protagonizada por un mecanismo de deseo —«Lo quiero. ¿Lo necesito? Lo compro»—, aunque la precariedad obligue a convertir ese deseo en placer interruptus.
No hay nada más reparador que comprar para otros e imaginar su felicidad, renovando el vínculo que te une a ellos. Pero estar dispuesto a gastar dinero para conseguir un hipotético beneficio exige un acto premeditado. Y ahí es donde la crisis, con su inusitado calvinismo, frena este acto que, como pocos, resulta angustioso y a la vez liberador. Cada vez compramos menos por impulso, y los escaparates son la mejor metáfora del deseo agonizante. Tú estás a un lado del cristal, a veces mirando tu propia sombra, mientras al otro lado unos maniquíes lucen una chaqueta justo como a ti te gustaría hacerlo. Entras en el establecimiento y un aroma especial te abstrae, ralentizando el paso del tiempo. La vida no es como uno la había imaginado, te dices, pero el consumo siempre ha sido una panacea que ayuda a digerir tal frustración, suscitando un sentimiento reparador. El mismo que los niños sienten al lamer un caramelo, o que los adultos obtienen cuando reciben un halago. Por ello resulta tan gratificante practicar el shopping, antaño una necesidad elemental y hoy un acto sofisticado y hedonista que se ha convertido en un motor de las economías modernas, las mismas que cruzan los dedos confiando en que el dinero se moverá durante estas fiestas a fin de poder sacar los pies del abismo.
La sección de perfumería de los grandes almacenes tiene un elevado componente terapéutico. Hay quien no puede pagar un psicólogo y acude a los probadores de perfumes, dejándose querer por las vendedoras y sus papeles secantes con gotas de novedad. La multiplicación infinita de este ritual se traduce en cifras: en España, el sector del lujo ha aumentado un 25% su facturación. El Grupo Puig, por ejemplo, facturará este año cerca de 1.300 millones de euros. Y L’Oréal creció, gracias a la cosmética más exclusiva, casi cinco mil millones en el tercer trimestre del 2011. Las motivaciones del perfume son casi siempre simbólicas: un olor que te identifique. Pero también representa una secuencia de tiempo en la cual el mundo es un castillo de hadas, pulcro, oloroso como un jardín y debidamente empaquetado, mientras sentimos ese leve pellizco al deslizar la tarjeta de crédito por la ranura, un gramo de adrenalina en el paso ahuecado de las horas.
hiper realista
parece la feria sus habeis passao con la luz.