Por ello tanta gente sueña con llevar un biógrafo a cuestas, desde una marca de patatas fritas hasta la duquesa de Alba. Los protagonistas de cualquier «escenario» —otra palabra de moda— deben convertirse en personajes a fin de proveerse de una historia, sin la cual no se es nadie. Desde el fenómeno hipermoderno del storytelling —fabricar un argumento para dotar una marca, un nombre, de cierta dosis de mito y de leyenda—, la necesidad de un guión nos alerta del ansia de recibir mensajes bien empaquetada. Exigir «un relato» actúa como modismo de un tiempo en el que casi todo es susceptible de ser analizado y repensado. Pero ¿por qué se utiliza «relato» como cajón de sastre? Donde antes decíamos cronología, modelo, lógica, discurso, ejemplo o crónica, ahora decimos relato. El periodista Iñaki Gabilondo, por ejemplo, asegura que el cese definitivo de la violencia de ETA significa «el fin de un relato terrible que parece que cesa». Hubiera bastado con decir «historia terrible», pero tal vez «relato terrible» tenga más épica. Y el ministro Caamaño se apuntaba también al término, en la Ser, hablando de «un relato muy claro» (es decir, una lógica muy clara) en el conflicto del País Vasco, el que enfrenta a la voluntad de los españoles con la violencia.
En casi todos los idiomas existen varias palabras sinónimas de relato: story, tale o account en inglés, histoire o récit en francés. En español a menudo se utiliza como sinónimo «cuento». Y ahí es donde duele, porque los narradores más hábiles suelen arruinar los recuerdos con el fin de mejorar la historia. Y con tanta fiebre de relato, lo peor es que acabemos confundiendo la realidad… y no nos importe.
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