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¿Somos lo que comemos?

En los dibujos de casas realizados por niños a quienes la ocupación nazi les robó la infancia, se aprecia hasta qué punto también les robaron el hogar. Casas estrechas y grises, cortinas echadas, árboles vigilantes, y un detalle altamente significativo: la ausencia de una chimenea humeante. Porque el fuego encendido siempre ha rubricado la idea de hogar, aunque ennegrezca los techos. De casa con fogones y esperanza. El lugar en que se consumen placeres modestos como sentir la clara crujiente de un huevo frito chocando contra el paladar cuando el día aún es una refulgente colina donde todo parece posible. El estrecho vínculo de los sabores con la plenitud existencial tiene amplia bibliografía. Es mucho más que cocina, es investigación, rezan los gastrónomos que persiguen la búsqueda de un sabor, una textura y sobre todo un universo que nos estalle en la boca.

En las viviendas actuales, la cocina es la parte de la casa que ha sufrido más reformas, pasando de ser el máximo exponente de la domesticidad, con olor a lejía y desagüe, a convertirse en un espacio de aceros brillantes con hornos sofisticados y sin humos. Mientras el comedor se ha ido empequeñeciendo, devorado por el salón, la cocina ha ampliado metros y se ha convertido en un lugar más lúdico y más mixto, aunque las estadísticas insisten en que ellas cocinan de lunes y a viernes y ellos los fines de semana. O no cocina nadie. Las verduras, la frutas, el pescado y el aceite se encarecen y la comida basura se extiende. Barata, rápida, más pegadiza que una hoja de lechuga, empieza a ser considerada por los estadounidenses la adicción más difícil de erradicar. Por ello, algunos expertos piden agresivas campañas de salud contra la alimentación poco saludable, igual que se ha actuado con el tabaco. Los médicos son conscientes de que una dieta sana no es barata. Es cierto que España es el país más rezagado en apuntarse al imperio del fast food; orgullosos de nuestro aceite de oliva, de nuestros sagrados cocineros y también del buen caldo de nuestras madres, nos hemos erigido en máximo exponente de la dieta mediterránea, la misma que glosaba Màrius Carol el pasado lunes en estas páginas. Pero, con cinco millones de parados, muchos ya no pueden permitirse comer pescado dos días a la semana. Leo en Facebook los comentarios de Ana Dargallo: «En el mercado ves a las viudas comprando los huevos de uno en uno, eso sí, siempre arregladas» y añade que lo más accesible es lo malo: el chóped y los platos preparados. Mientras avanza la cultura gourmet, también nos invade lo precocinado, incluso lo no-identificado. Porque, además del dinero, hay otro factor que tener en cuenta: la falta de tiempo.

María Ángeles Durán, premio Nacional de Investigación, escribió hace cuatro años El valor del tiempo. Y en su original tesis, sostenía que el jamón york es un alimento típico de los nuevos pobres porque es fácil de comprar y de comer, mientras que las sardinas deben ser bien elegidas, huelen, manchan y tienen espinas, por lo que, a día de hoy, se han convertido en manjar de ricos. Durán muestra que el tiempo es un factor económico de primer orden a pesar de que el mercado no lo considere, e invita a poner precio a hacer una paella. Sí, cada vez se venden más ensaladas en bolsas, sopas chinas envasadas, nasi goreng tailandés en brick, algas japonesas en bandejitas, setas ya en rodajas. Son más caros que a peso, pero no tanto si se contabiliza su tiempo de preparación. Hoy, hablamos todo el día de comer y de no comer, de proteínas, dukans, comida fusión o comida basura. Dicen que los productos envasados vienen para quedarse, al igual que los de baja calidad, de forma que la obesidad y el colesterol disponen de una coartada imbatible: esta maldita crisis que vale para todo.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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