El alcalde oficia las bodas como nadie, con su proverbial espíritu renacentista. A los novios les recita a Cernuda: «Creo en mí porque algún día seré todas las cosas que amo», su divisa. Ya no oculta su soplo hedonista, no en vano de su padre, tan avezado político como jugador, se dice que se comía la vida; ni esa ironía cómplice, tan de Madrid. Porque para explicar a Gallardón hay que entender cómo se respira en la villa y corte: una ciudad de conserjes y aparcacoches que, lejos de ejercer serviles, ofician de personajes; una capital hospitalaria y colorista que conserva como reliquias a sus pijos con pashmina y sus aristócratas sin cash que han colgado el «se vende» en sus casoplones de La Moraleja, donde se divisa uno de los mejores skylines de la ciudad.
Pero ese Madrid del artisteo, los florentinos de turno, los bloody maries en el Palace y los nuevos restaurantes japo-peruanos, también es una ciudad de rojos, los más rojos de España. Los que pagan 400 euros de IBI por un piso de obrero porque el alcalde lo ha subido más de un 200% en cuatro años. «Se cree Carlos III —opina mi quiosquero, Pedro Cabellos Bonilla—. Ha endeudado Madrid hasta 7.000 millones de euros, lo que Valencia, Barcelona, Sevilla, Bilbao y San Sebastián juntas». La derecha de toda la vida tampoco le tiene simpatía, porque es el político de derechas al que votarían las izquierdas perfumadas, aunque de igual manera se deje ver con tenores y gais como con fifís y fefés. La actriz Cayetana Guillén Cuervo me cuenta que es uno de sus políticos preferidos: «Es honesto y buen comunicador, profundamente empático. Alguien como él dignifica su profesión». En el despacho del alcalde descansa una edición de 1890 de Otelo como un aviso para navegantes. Gallardón ministrable reflota de los celos fratricidas, las inquinas, y a pesar de los dispendios. Esto no ha hecho más que empezar.
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