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Mensaje en una botella

Querido Dios, no te escribo ni con ira ni con rabia, pero me dirijo a ti para preguntarte por qué. Aún no me hago a la idea, creo que papá me está viendo, nos vigila, y no soportaría ver a mamá así… Da mucha pena, Dios, encogida y pálida, con la misma ropa que el día del entierro, sin comer apenas. No sé qué hacer cuando se va al cuarto a llorar, con aullidos ahogados, como el hipo de los guerreros samuráis cuando les clavan una lanza en el hígado. Yo me quedo mudo, mirando a un punto fijo, y mojo los pantalones, no siento la tela empapada hasta que me entra frío y entonces sí, pienso que por qué nos has hecho esto; nadie se lo merece pero nosotros menos.

Papá siempre contaba que la pobreza es el punto de partida del ser humano, mientras que la riqueza es lo adquirido, lo que hay que explicar, pero también decía que entre la pobreza y la riqueza está la dignidad. Y nosotros, mano de obra obediente, pagamos impuestos, soportamos insultos, pero no podemos abrir la boca, como si fuera un mal fario, mira sino lo que le pasó a él… Hoy papá estaría contento, él que nos contaba historias bonitas sobre la mezcla de sangre y cultura, y decía que «gobernar es poblar», que las cosas se arreglarían porque los inmigrantes beneficiábamos a la economía de países como éste, donde nacen pocos niños y cada vez hay más viejos… Estaría contento porque las noticias dicen que por fin podremos votar a nuestros alcaldes, podremos elegir y ser elegidos, y éste era uno de sus sueños. Una vez saqué el tema en clase de historia, con la señorita Paula, y nos explicó que hace tiempo a las mujeres tampoco las dejaban votar. Se ve que en Francia hubo una mujer llamada Hubertine Auclair que un día se negó a pagar sus impuestos. «Yo no voto, yo no pago», dijo, y aquello no mejoró las cosas en seguida pero la señora Hubertine y su eslogan, que se hicieron famosos, consiguieron que se extendiera el llamado sufragio universal a las mujeres, que por fin pudieron votar.

No sé por qué te cuento esto. Hoy lo que más me preocupa es que mi madre se ha empeñado en llevar el reloj de papá, un cronómetro azul eléctrico, y a mí me da vergüenza, porque con la falda negra y el pañuelo negro no le pega nada. Cuando veo sus agujas iluminadas, cierro los ojos y me acuerdo de la última vez que lo vi. Dios, no debiste permitir que yo estuviera allí, en su último aliento, con aquella luz amarilla de muerte y su cabeza ladeada, vencida, él que siempre sacaba fuerzas de no sé dónde y nos repetía que no sobrábamos, que debíamos sentirnos orgullosos de nuestra familia porque la mayoría de los que emigran son valientes y emprendedores, se meten el miedo en el bolsillo, valoran que sus hijos tengan médicos y escuelas… a pesar de que algunos nos miren tan mal, que nos maten a palizas, como a él.

Te lo dije mil veces, Dios, dime dónde tengo que firmar, aunque me quede sin nada, pero que papá no se muera. Y mientras aún no pueda hablar con él, como se habla a los muertos, como hacíamos los sábados por la tarde camino del entrenamiento, te escribiré a ti, que ya no sé si creerte o maldecirte, sólo sé que me sale tu nombre una y mil veces al acostarme, apretando la mandíbula, cuando recuerdo el último soplo de aire que salió por la nariz de papá, y me da igual todo, incluso que no ganemos ni un solo partido la próxima temporada. Si existes dame una señal, por favor, que mamá se quite el reloj.

(La Vanguardia)

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