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Lagarto, lagarto

El comandante pide disculpas por los diez minutos de retraso del vuelo 151 Jerez de la Frontera-Madrid Barajas. Los pasajeros están a punto de aplaudir, somos afortunados. El mar y las planicies pardas se convierten en un paisaje tan diminuto como una casa de muñecas. La mansedad de las nubes, arañadas de amarillo, ayuda a vaciar la cabeza para desplegar nuevos propósitos encima de la mesa. En la T4 hay carritos, los baños están limpios y la gente aún no ha perdido el buen humor; admiro su resignación tan bien guardada tras sus espléndidos bronceados. Por un instante fantaseo con la posibilidad de ser pasajera en tránsito, apátrida por un día, aunque las fronteras siguen siendo fronteras, una absurda línea que divide el suelo, como el juego de la rayuela, y resultan tan antipáticas como aquellas aduanas de mi infancia, cuando regresábamos de Andorra, con el coche lleno de mantequillas, quesos y tabaco rubio que los policías franceses solían confiscar menos que los españoles.

«Se está empezando a notar el regreso, en la M-40 hay tráfico, pero Gallardón ha reabierto las tres líneas de metro en obras, una bendición». Es chocante encontrar a un taxista que no echa pestes del alcalde, que no escucha la Cope y cuyo vehículo no huele a pies. No hay vuelta atrás: optimismo y un digno ambientador. Miro hacia arriba. En el código lingüístico, gran parte de las emociones se transcriben con signos de admiración. Pero ignoro cómo plasmar este escalofrío que me recorre la espalda al reencontrarme con el cielo de Madrid. Tal vez no necesita signos. Sólido, nada distante, cae encima de la ciudad como una bóveda, un decorado. Es un cielo quieto, sin baile de luces; azul absoluto. Los griegos llamaron Thaumas (maravilla) al dios de las nubes, que les producían tanta admiración. Las emociones crepusculares, como la melancolía o la añoranza, despiertan un deseo, que puede ser noble o innoble, una tortura o una liberación. Un recuerdo-deseo se puede transformar en proyecto, resurgir de la nostalgia.

En el barrio está cerrada la pescadería y el bar de Benito. Entro en la librería Antonio Machado y compro un libro curioso: Marguerite Duras conversa con Xavière Gautier, una entrevista para Le Monde que fue vetada. Duras es prodigiosa, en el equipaje guardé frases suyas que me alumbran. A partir de mañana, con ella (y con el Runrún de Quim Monzó) reemplazaré a Calvino, de quien anoto la última cita: «El mundo está lleno de gente que quiere escribir, y tal vez incluso escribe, y tal vez incluso publica, pero son cosas hechas sólo a fuerza de voluntad, y no quedará nada de ellas». Pues eso.

Me abre mi vecina, Rose, que me ha regado las plantas y me informa de que en mi casa vive un lagarto, que se ha instalado con gran profesionalidad en la despensa, aunque a menudo visita el trastero y el pasillo. Le pregunto por su tamaño. «Unos diez centímetros». Y Rose, en sus convicciones más naturalistas, añade que es una bendición, porque se come a los insectos. Me pregunto si debo inaugurar mi rentrée conviviendo con un lagarto. Es una opción inquietante, tal vez recomendable para la depresión posvacacional, ahora que se retrasará nueve días el otoño. Una ojeada al correo y una carta sin remite: «Querida J. Te he estado leyendo este verano, y a pesar de la broma pesada de llamarme Mr. Wrong, has contado bien mi vida, aunque hay algo importante que tengo que decirte: tú y yo nos conocimos hace muchos años… ». Miro el equipaje, el lagarto no ha podido abrir el candado.

(La Vanguardia)

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