Aunque lo ignoremos, somos narradores natos, incluso aquellos que no escriben. Contamos y nos contamos, intentamos tomar asiento en la mejor silla desde el mirador de la vida, viendo pasar y viéndonos pasar. Decía Rosa Montero, en su libro La loca de la casa, que uno escribe siempre contra la muerte. «Los narradores creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad o virulencia, como si los segundos nos tictaquearan de manera ensordecedora en las orejas». Esos segundos contienen una infinita secuencia de posibilidades en forma de condicional: y si las olas atlánticas te absorben como la paja de un cóctel en sus corrientes centrífugas, y si llegas al aeropuerto y te hacen subir al avión sin libro, sin agua, descalzos; y si un grupo de directivos de Iberia y AENA se van a comer unas tapas juntos mientras nosotros seguimos llenando el libro de reclamaciones… todo cabe. Intuir, recordar, callar; escribir también es no hacer ruido.
Los territorios de la subjetividad no son políticamente correctos. Hay poco espacio público para hablar de las cosas pequeñas, empeñados como estamos en hablar sólo de las importantes. A casi nadie le interesa saber que es lo primero que hace la gente cuando se levanta, o su último gesto antes de meterse en la cama; si anda descalza por casa o con zapatillas a cuadros. Leo las cartas al director sobre los ruidos de los aviones que padece la gente que vive en Castelldefels y Gavà, cómo no pueden descansar ni desperezarse con la sensación de empezar el día como una sábana tendida al sol. Me parece una noticia importante, otra modalidad de humillación y fastidio a la ciudadanía. El futuro escupe al factor humano y ruge con sus motores. Amplifica el mito del folio en blanco y acrecienta la atracción por la nada. «El escritor que trata de ampliar las fronteras de lo humano puede fracasar. El de productos literarios convencionales nunca fracasa, no corre riesgos, le basta aplicar la misma fórmula de siempre, su fórmula de ocultamiento», escribió Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía, un libro de cabecera para viajar por el lúcido trance que vive el escritor abandonado por las palabras. En un diario de verano no puedes hablar del índice Dow Jones, o sí. No sé. Se puede hablar de casi todo pero pienso que es saludable sentir que se vive sin demasiada trascendencia. En este mundo regido por la seguridad, el control y el rendimiento, son pocos los que se permiten actuar sin un guión preconcebido. Pero el verdadero guión se escribe en tiempo real, profundamente solos, aunque hay quienes se exhiben sin cesar, otros que se enmascaran y algunos que prefieren pasar inadvertidos. En todo caso, la escritura, más allá de su resultado, es un intento de ordenar el caos de la vida, una forma de superar el presente obligatorio negociando treguas con el amenazante vacío del folio en blanco.
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