Los últimos días en Samaná fueron escurridizos. Recogimos trozos de coral en la playa y nos bañamos mientras llovía. La humedad nos reblandeció las uñas y las urgencias. Además de legiones de mosquitos, convivimos con ranas, lagartos, y manadas de perros mansos que deambulan por las calles del pueblo y cuando paseas por la playa te acompañan cabizbajos. El paquete que me automandé por DHL llegó «a la dominicana», en efecto, quince días después. Viajó en guagua desde Santo Domingo hasta Sánchez —ex puerto marítimo, ex estación ferroviaria, pueblo colonial que hace un siglo fue centro neurálgico de la provincia—. Hoy queda una estampa melancólica punteada por magníficas ruinas victorianas. Y desde Sánchez, en taxi hasta Las Terrenas y en motoconcho hasta Cosón, reapareció la bolsa con los libros que este verano ya no leeré. La promiscuidad bibliófila es encantadora. Siempre surge algún libro imprevisto que pasa por delante de otro: The tao of travel, de Paul Theroux, preciosa edición que me presta a modo de despedida mi amigo Miguel, viajero experimentado que representa la quintaesencia de esta máxima: «travel itself is a sort of optimism in action». Theroux defiende la importancia de lo desconocido: viajamos porque queremos movernos, satisfacer nuestra curiosidad, enfrentarnos a nuestros miedos, cambiar las circunstancias de nuestra vida, engañar las rutinas, ser un extranjero, hacer amigos, sumar experiencia, encontrar paisajes exóticos, sentir el riesgo de lo desconocido… «Si tienes miedo a la soledad no viajes».
Vamos recogiendo; nadie lo dice pero todos pensamos que quedará algo nuestro suspendido en aquellas paredes, una huella extraviada en los cajones que hemos ocupado, un viejo periódico atascado detrás de una estantería. Incluso creemos que hay cariño en el último ladrido de Romeo, el precioso labrador de los vecinos. Con Félix y Elisabeth, puertoplatenses, emprendemos el viaje hasta Santo Domingo. Vamos por la carretera nueva. Teóricamente está prohibido. Un militar nos detiene y empieza a dar rodeos hasta que un taxista que pasa por allí nos hace un gesto universal: money, propina. Basta un dólar para que los coches puedan circular por la carretera que Leonel aún no ha inaugurado. Todos van armados. Los guardias jurados llevan escopetas, los taxistas, cañones recortados, los porteros de los restaurantes, rifles. Con pasmosa naturalidad, las armas y la corrupción rodean a la pobreza como las moscas al pescado.
Leemos los rótulos en los aldeas que atravesamos: Peluquería El Javito. Pescadería Yellos (Cristo está vivo, anuncia piadosa), oficina de Luz y fuerza —la compañía eléctrica del país— y una Banca Marx, Por banca aquí se entienden las casas de apuestas, «son viciosos los dominicanos y apuestan a todo. Y se guían por sus sueños. Por ejemplo, sueñan con alguien y apuestan un número relacionado con su fecha de nacimiento», nos cuenta Félix. Guineos, aguacates, mangos, campos de arroz, casas bajas verde manzana y azul pastel. El paisaje es una ilusión que sabemos lejana, prende ahora en nuestros ojos pero mañana será recuerdo.
Santo Domingo viste una bata floreada, como La Habana. La gente sentada en el portal, aguarda el ir y venir de los pasos. Las puertas abiertas muestran el precario interior, siempre abigarrado, donde invariablemente ruge un televisor. En la capital, los carteles electorales compiten en creatividad. Al «Llegó papá» de Hipólito Mejía responde Danilo: «Corregir lo que está mal», «continuar lo que está bien» y «hacer lo que nunca se ha hecho». El sentido común del Caribe es un oxímoron.
La plaza de la catedral está presidida por dos majestuosos higuillos milenarios, además de un flamboyán. Lucen junto a las piedras victoriosas de los descubridores; Colón erigido estatua en el centro de la plaza, como un dios exterminador, la vivienda de Hernán Cortés, ocupada por la Embajada de Francia —por carambola diplomática—. El aeropuerto, cómo no, se llama Las Américas, dejamos atrás el río Osama —aguas profundas— las piedras coralinas, el verde que se estrella con violencia contra el azul. O el baile de los pájaros cuyas sombras forman dibujos sobre la arena de Bocachica. Regresamos hacia la costumbre, que como bien decía Proust es la única aliada de nuestro espíritu que sin ella no lograría serenarse y buscaría continuamente un nuevo acomodo. Creo que fácilmente nos acostumbraríamos a las playas desiertas de Xamaná —como la nombraron los indios tainos— y a sus brazos húmedos. Esa humedad que lo reblandece todo.
“Esa humedad que lo reblandece todo.”
Es genial ! :-)
La descripció detallada hem fa sentir “in situ”.
M’encanta el teu estil, la profusa i delicada descripció de les coses i les sensacions que produeixen, i cóm no et quedes en lo superficial de la bellesa de Samaná, sino que aprofundeixes en la situació real del pais….Tota una viatgera, sí senyora!