Más de una vez he tenido la tentación de ir al aeropuerto y coger el primer vuelo a un lugar cuyo nombre me resultara bonito según mi estado de ánimo, por ejemplo, Roma-Fuimicino o Ciudad de la Habana. Son nombres prometedores, cuya leyenda podría parecer suficiente como para gastar un pedazo de nuestra biografía. Pero no lo hacemos, y no sé si nos alivia más quedarnos donde estamos o pensar que aún conservamos un poco de romanticismo. Fantasear es gratis, aunque luego te condiciona y, con las mariposas de la decepción, te dices: «Ah, pero si yo esto me lo había imaginado diferente».
A pesar de sus riesgos, soy una defensora de la ensoñación. De pequeña me ayudaba a protegerme y me hacía sentir fuerte cuando me enfrentaba a largos viajes en solitario, o durante las noches en vela, por un examen o por un amor. Entonces,
cuando caía la tarde, con su manta azul mineral salpicada por pepitas de luz, viajaba por lugares extraños y familiares, y dibujaba situaciones de película, que disfrutaba mucho más que cualquier parque de atracciones. Hoy tengo más cuidado, y afortunadamente ya no me imagino que me encuentro al Mickey Rourke de 9 semanas y media en el ascensor —sobre todo porque con su actual look, saldría corriendo— ni que me muero en un accidente aéreo y mis amigos y familiares más cercanos se arrepienten de no haberme querido más. Esta noche, cenando con mis amigos en El Jabibi, cuando el té a la menta procura esa atmósfera de intimidad que te acercan. Las bebidas humeantes, me he dado cuenta de que todos disfrutamos de nuestra burbuja. Nos importaba más el vuelo de nuestras fantasías, lo que nos pasa por dentro y al lado, que la enfermedad de Fidel Castro y la transición de este capítulo de la historia que simboliza un juego de contrarios: la utopía y la censura, los derechos sociales y la pena de muerte, la creatividad y la decadencia. El comunismo y el Caribe. Y mi imaginación se ha ausentado durante unos minutos y se ha visto sentada en el Café París de la Habana Vieja, tomando un poso de café endiablado y pensando que los paraísos rotos son un auténtico problema filosófico.
Cuando salimos a por el coche, en el aparcamiento de barro de la Muralla, dos muchachas guapas, saludables, cenan en el suelo. Han colocado una manta de picnic entre dos coches, y tienen platos, copas, cubiertos y un camping-gas. Huele a comida vietnamita y a salsa de soja. Nos dan las buenas noches, parecen felices; rosas en el barro, y eso que a un palmo, el mar.
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