Saltar al contenido →

Efecto albornoz

Es increíble el efecto que produce un albornoz cuando se está en grupo. Crea un falso clima de intimidad que logra exorcizar el sentido del ridículo, y su blanca plasticidad conforma una imagen clónica a hombres y mujeres que se saludan en bata de rizo de toalla. Unifica más que el bañador en sus variadas formas, desde el trikini hasta el slip-tanga a lo Flavio Briatore (aún no me he recuperado de la foto que publicó el lunes La Vanguardia), marca diferencias entre los cuerpos semidesnudos. La proliferación de los spas —del latín, salus per aqua— resulta un claro exponente del consumo emocional, sustentado en la promesa de una experiencia única y placentera más allá de la posesión material.

El mercado, consciente de que la psicología ha sustituido a la ideología, vende las emociones llamadas aspiracionales a modo de forfait. La oferta es esmerada; hay winespas, talasoterapias, baños de vapor o spas orientales famosos por la pulcritud de sus toallas, que en otros lugares parecen paños de cocina usados. En todos ellos, el albornoz se convierte en el uniforme que le confiere identidad a la cultura del estrés. Te calzan un par de zapatillas y un albornoz y ya está, te inducen al relax como la televisión y la Dormidina al sueño. La mente en blanco, la tensión por los suelos, la cabeza más hueca: ataraxia del siglo XXI. La gente, en las piscinas de agua caliente, flota con ojos de besugo como si estuviera sedada y se sitúa estratégicamente tras los chorros de hidromasaje hasta esbozar una sonrisa de Gioconda. Resulta difícil averiguar a qué se dedica el que tienes al lado remojando los pies, ni tan siquiera puedes conocer su gusto, pero la curiosidad humana también se relaja, es más, se extingue, bajo un acuerdo tácito de perder la compostura y abandonarse con la mirada transida como una escultura de Rodin o, para ser más populares, como un ballet de Giorgio Aresu. El código lo permite, se trata de la solidaridad del estrés, un concepto relativamente nuevo que se ha convertido en un cajón de sastre.

En 1935, el médico austriaco Hans Selye introdujo este término tras experimentar con ratas a las que sometía a un ejercicio físico extenuante. Comprobó la elevación de las hormonas suprarrenales, como la adrenalina, y la atrofia del sistema linfático. Le llamó estrés y la gente lo compró, provocando el despegue de una industria floreciente que nos sigue sorprendiendo con todo tipo de productos antiestrés, desde medias o almohadas hasta un artilugio de alambre llamado orgasmatrón que sirve para masajear el cráneo a cualquier hora. Según la Agencia Europea para la Salud, 40 millones de trabajadores europeos padecen de estrés, el mismo que hoy sirve para justificar la obesidad, el mal humor o unas ojeras. Me pregunto si la curia romana lo aceptará como causa de anulación matrimonial. Es un mal blanco, con prestigio social, que no asusta como otro tipo de enfermedades (mentales) que siguen siendo un tabú. No es lo mismo decir que se padece ansiedad o una depresión, a secas, que una depresión por estrés. Su marketing se encarga de tratarlo como una patología propia de una sociedad neurótica y acelerada en un mundo dirigido por publicistas que sustituyen los valores por eslóganes. A nadie le avergüenza esconder la levedad del ser, su vulnerabilidad o su fatiga bajo esta etiqueta. Pero qué absurdo resulta estresarnos para desestresarnos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *