Por Joana Bonet
Zapatero tiene prevista su llegada a la base militar de Torrejón de Ardoz a las 13:30 horas del martes 13 de septiembre [de 2005]. Faltan diez minutos para que entre en escena. El perro, que parece contento, olfatea una vez más las tripas del avión y acerca su hocico al tren de aterrizaje. Su amo es un hombre extremadamente pulcro, que también parece contento. Viste una camisa de Ralph Lauren, y pienso que tranquilamente podría estar paseando por un club de polo con ese mismo animal. “Es un tedax”, me informan enseguida, un técnico especializado en buscar y desactivar explosivos. Todo limpio entre el equipaje y los motores del Airbus 310 que dentro de media hora tiene previsto despegar rumbo a Nueva York. “Ya podéis ir subiendo al avión y buscando vuestro nombre en los asientos”, nos dice uno de los dos agentes del servicio de inteligencia, uno español y otro americano, que han estado contemplando la escena en un discreto segundo plano. El helicóptero que minutos antes ha despegado de Moncloa sosiega sus aspas, y José Luis Rodríguez Zapatero, camisa blanca y chaqueta en el brazo, atraviesa la pista con gafas de sol. También parece contento, pero no sonríe. Detrás, con paso apresurado, Angélica Rubio, leonesa como él, su directora de Comunicación, y Gertrudis Alcázar, su secretaria, siguen al presidente del Gobierno, a quien también acompañan tres altos cargos: Leire Pajín, secretaria de Estado de Cooperación; Miguel Sebastián, director de la Oficina Económica de Moncloa, y Nicolás Martínez Fresno, secretario general de la Presidencia del Gobierno, además de prestigiosos diplomáticos como Máximo Cajal o Carles Casajuana. Una treintena de personas forman parte de la delegación que viaja al 60 aniversario de Naciones Unidas, una cumbre polémica y decisiva para impulsar dos iniciativas en las que Zapatero cree, con una religiosidad acerada: la Alianza contra el Hambre y la Alianza de Civilizaciones. Pobreza y guerra, miseria y misiles, tráfico de armas y tráfico de mujeres, humillaciones del primer mundo contra el tercero o el cuarto. Es la divisa de Zapatero, quizá también la esencia de su baraka: la utopía. Dos días más tarde, en la Sala de Asambleas de Naciones Unidas, me dirá: “Sí, utilizo mucho esta palabra, forma parte de mi vocabulario esencial; los grandes avances en el mundo se han hecho defendiendo las causas de los dominados. Si la humanidad no hubiera tenido utopías no habríamos conseguido muchas conquistas que parecían imposibles, nada se movería”.
“Si hay alguien extraño en este avión sois vosotras dos y el técnico de Radio Nacional, el resto somos como de la familia”, nos dice Carlos, un agente especializado en la seguridad con la prensa, a la fotógrafa y a mí”. “Yo busco a los malos que se pueden colar entre los periodistas”. El resto de los pasajeros constituyen el equipo que acompaña al presidente durante sus viajes más largos. Poco a poco los vamos identificando por gremios. Los de seguridad, los diplomáticos, protocolo, equipo médico, intérpretes, el fotógrafo de Moncloa… mientras van abriendo armarios empotrados en un largo pasillo, como si fueran sus taquillas del gimnasio. A mitad de vuelo miro en su interior y veo una suerte de perchero de Ermengildo Zegna mientras que parte del pasaje, a pesar de viajar en el avión presidencial, parece a punto de entrar en una clase de yoga. El Airbus —idéntico al que utiliza el Rey— fue diseñado por Aznar hace cuatro años. Tiene dos pequeños dormitorios con ducha, un gabinete telegráfico conectado al Palacio de la Moncloa, y una especie de departamento VIP con sillones de cuero marrón y mesitas, donde viajan el presidente y los secretarios de Estado.
“Buenos días, señor Presidente, señores pasajeros, en cinco minutos iniciaremos vuelo con destino a Nueva York”, dice el suboficial Jaime C. A lo largo de 7 horas y 40 minutos no se volverá a escuchar de nuevo su voz. Aquí no hay billetes, ni venta a bordo, ni tarjetas club, ni hilo musical. Los miembros de la tripulación son militares y visten un uniforme granate. Muchos de los que viajan en este vuelo oficial ocupaban el mismo cargo en la época de Aznar. “Son muy diferentes, Aznar solo necesitaba una mirada para intimidar al otro. Con Zapatero se va más relajado, pero el trabajo es el mismo”, comenta uno de ellos.
El presidente del Gobierno español tiene asignado un equipo sanitario que le acompaña a todas partes. Le pregunto a Puri, su médico personal, qué hay que hacer para ocupar su puesto. “Estar especializada en cuidados intensivos y que el Insalud te designe para esta misión”, me dice. Con la ayuda de dos enfermeras traslada neveras con bolsas de sangre, respiradores, desfribilador, electrocardiograma y demás utensilios para convertir en cualquier momento el avión en una UVI. Puri lleva 14 años en este trabajo; ya atendió a Felipe González. A Zapatero, como mucho, le ha tenido que curar de faringitis. Dice que su fortaleza es genética (su madre, en toda su vida, no tuvo ni un dolor de cabeza). Junto con ellas, Jorge se presenta como uno de los tres ayudantes de que dispone cualquier presidente. La tradición marca que uno sea diplomático, otro militar y el tercero del partido, pero Zapatero cambió el del partido por Jorge, un ingeniero industrial de 32 años que trabajaba en logística en Moncloa. “Soy su secretario personal y el 90% de mi trabajo es la discreción”. Duerme en Moncloa y le sigue a todas partes: recoge libros que le regalan, carga su teléfono móvil y le acompaña en sus visitas.
A bordo se sirve un solo menú para todos: verduras a la plancha y lubina o ternera al roquefort. Zapatero pide pescado. Le gusta la comida sencilla y no es de dulces, los únicos postres que come son las natillas caseras y la tarta de manzana. Las tostadas, las almendras y las anchoas son algunos de sus top ten gastronómicos. “A él la única diferencia que se le hace es que se le emplata la comida”, comenta el suboficial. A la hora del café, Angélica Rubio nos viene a buscar a nuestros asientos, hacia la mitad del avión. “Podéis saludar al presidente y hacerle una foto.” Junto con su equipo político, maneja carpetas y papeles. No tiene ningún cuaderno azul ni rojo, escribe en libretas de Presidencia y en folios sueltos. “Justo ahora estamos pasando por las Azores”, dice con ironía, mirando por la ventanilla mientras suena el clic de la cámara. Zapatero es de ventana en lugar de pasillo, es de hinchar levemente las comisuras de los labios en vez de apretar la mandíbula, es de mirar a los ojos a pesar de estar escuchando una simpleza en lugar de desviar la mirada. Durante el viaje habla con sus colaboradores, conversa por teléfono y duerme cuatro horas. Mantiene un porte relajado, y tan sólo sus manos parecen delatar cierta agitación de su mundo interior, sobre todo a la hora de las fotos, como si le sobraran. Parece del tipo de personas que miden la osadía, y de las cosas que duda no ejerce. Por ejemplo, no se suelta con los idiomas.
A las conversaciones de teléfono con líderes de otros países se les llama bucles; cada interlocutor tiene al lado a una traductora que bisbisea las palabras del otro, pudiéndose mantener el ritmo habitual de una conversación. El sistema de traductoras y la tecnología hacen posible que Putin, Chirac, Schroeder y Zapatero mantengan un encuentro sin problema alguno para comunicarse. Cuando llegó no sabía nada de relaciones internacionales, pero se rodeó de profesionales, los mejores, y ha aprendido con una rapidez inusitada. De hecho, en año y medio de gobierno ha realizado 47 viajes al extranjero, frente a los 39 de Aznar en el mismo plazo. Coinciden sus colaboradores que ni ante la Liga Árabe, cuando reclama la igualdad entre hombres y mujeres, ni ante los que presumiblemente le desprecian, como Berlusconi, se corta un pelo proclamándose “rojo”. “¿No le resulta incómodo en alguna ocasión definirse como rojo?”, le pregunto. “¡Es que soy rojo!” —exclama—. Todo lo contrario, nada me ha enseñado la derecha.”
Se cuenta que Felipe González sólo le dio dos consejos cuando fue nombrado presidente. El primero: “Dale curro al Rey, que es nuestro mejor embajador y a mí me salvó de la crisis importantes con Iberoamérica y el Magreb”. Y el segundo: “No te fíes de Fidel”. A día de hoy, ZP, a pesar de haber estado acusado por la oposición del PP de su amistad con Cuba, nunca ha hablado con Castro, y en relaciones con dicho país su signo más elocuente fue el cumplimiento de un compromiso personal con el poeta Raúl Rivero que, recuperada su libertad gracias a la diplomacia española, vive en Madrid con su familia y en ocasiones cena con el presidente y su mujer, Sonsoles Espinosa.
Sonsoles no acompaña a su marido en este viaje por motivos familiares. “Ella pone los límites, hasta donde ella quiera”, dice Zapatero. Sonsoles Espinosa guarda para sí la entrevista más buscada. Nunca ha hecho declaraciones ni ha posado para fotógrafos más allá de sus comparecencias al lado de su marido. Le acompaña allí donde el protocolo lo exige. Las mujeres que rodean a Zapatero conforman su auténtica guardia pretoriana; sus armas son la discreción, la sobriedad y la entrega. A lo largo del viaje se escuchan comentarios variados de la impresión que causa Zapatero entre el público femenino. Su altura, sus ojos azules y su juventud, además de la escuela del talante, tan ridiculizada por sus detractores y tan valorada por la mayoría de líderes internacionales, son virtudes apreciadas por muchas mujeres, como también su declaración de principios: “Soy feminista”.
El defensor de la mujer
“Usted es el justiciero de las mujeres”, le espetó una mujer mexicana que quiso saludarlo en los pasillos de la ONU. La Ley de Violencia de Género está siendo estudiada por una comisión del Gobierno francés, que se ha interesado en su articulación. Y el proyecto de Ley de Dependencia, que pretende librar a miles de mujeres esclavizadas por el cuidado de personas dependientes sacrificando su propia vida, así como medidas para incentivar que las mujeres formen parte de los consejos de administración de las empresas, son las máximas cruzadas del “justiciero”. Curiosamente, entre las personas que se le acercan en los baños de multitudes hay un prototipo temido por sus escoltas: las mujeres bajitas y corpulentas que se le agarran del cuello y que en más de una ocasión le han producido contracturas. “Lo tenemos terminantemente prohibido. Algunas tienen una fuerza increíble —me revela un escolta—, le agarran fuertemente del brazo, uñas incluidas, o le quieren dar achuchones; se ponen histéricas.”
Faltan 80 minutos para aterrizar en una pista especial reservada para vuelos oficiales en el aeropuerto JFK (el hangar 208) y el ambiente en el avión es el de una auténtica oficina. Los discursos vuelan entre los asesores del presidente y las intérpretes. De repente, nueve hombres cambian sus polos informales por trajes oscuros mientras se van pasando un bote de desodorante Axe. Parece una secuencia de “Men in Black”. Su cinturón no tiene nada que ver con el de la mayoría de los mortales. Éste lleva cargador, revólver, navaja, linterna y otros artilugios que no acierto a definir. Estudian un plano; es el circuito que seguirá la caravana una vez bajemos del avión. ZP se anuda, por primera vez desde que ha empezado el viaje, una corbata.
En un periodo de diez minutos vemos aterrizar el Air Force One de Bus, y los aviones oficiales de Jordania, Irán, Israel, Corea, Rumanía. Otro aparato idéntico al nuestro, con unos círculos en sus alas con los colores de la bandera española, ha tomado tierra al lado. En él viajan los Reyes. Zapatero baja del avión y las dos delegaciones se saludan en pista; en la foto oficial no faltan las sonrisas ni la complicidad, y recuerdo el consejo de González.
“Rápido, coche 4”, nos dice un miembro de protocolo que lleva tres días en Nueva York preparando el terreno. Una veintena de automóviles, entre Cadillacs, Chryslers y monovolúmenes Ford, se alinean en marcha, precedida por varios coches de policía con sus sirenas y sus lucecitas rojas y azules. La caravana entra en Manhattan bordeando el río Hudson; el programa es apretado. En una hora George Bus recibe a todos los presidentes y jefes de Estado que han viajado con motivo de la Cumbre de Naciones Unidas en el Waldorf Astoria. Y después, cena ofrecida por el presidente de México, Vicente Fox. Una de las preguntas más reiteradas que se le hacen a Zapatero es la de su relación con Bush: ¿habrá foto? “Mira, te voy a ser franco, Zapatero no ha pedido nunca ver a Bush. Es más, existe una foto de un encuentro informal de veinte minutos entre los dos en el Kremlin, en el 60 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, y nunca hemos querido difundirla. No somos tan paletos como otros. Y te voy a decir otra cosa: las relaciones entre España y EEUU son totalmente correctas en materia institucional, económica, comercial, militar y de inteligencia sin necesidad de un encuentro formal entre los dos presidentes. Está claro que Bush es muy conservador y que Zapatero es progresista, y que Bush tiene problemas dentro y fuera de su país, mientras que la España de Zapatero despierta mucha simpatía en Europa, el Magreb y América Latina”, me cuenta un miembro de su equipo.
Mientras Zapatero saluda a Bush, el resto de los que viajamos en el avión acudimos a las carpas de la ONU, en medio de un cordón de seguridad apocalíptico: francotiradores en los tejados, tanques, y veinte calles del Upper East Side cortadas, sin carritos de hot dogs. Esta noche Zapatero no tomará nada para el jet lag, “no le gusta nada eso de las pastillas —me comenta Angélica Rubio—, duerme bien, aunque por su volumen de trabajo, la media es de seis horas.”
El día aparece brumoso en Nueva York y la humedad encapsula el aire. “A partir de ahora pegaos a nosotros”, nos dice Javier Valenzuela, director de Información Internacional en Presidencia del Gobierno. No se trata de ninguna frase hecha, la recomendación es textual. Para seguir a Zapatero es imprescindible adherirse a la espalda de su séquito con la credencial de prensa boca abajo. Si te la ven, te dan el alto. El truco más difícil consiste en poder entrar en el mismo ascensor que Zapatero, y no vale la pena pensárselo dos veces, “aunque esté abarrotado, entra, sin pudor, si no, estás perdida”. “Presidente, pasa la fotógrafa contigo”, le dice Angélica, rápida de reflejos, frente al control de seguridad para acceder a la Sala de Asambleas de la ONU. Ella se demora a propósito, simulando que no encuentra su pase, para que nosotras franqueemos la puerta más difícil. Los ayudantes de Zapatero celebran que nos hayamos colado hasta el pasillo con las 191 banderas de los países representados por Naciones Unidas; se trata de una sensación rara, una especie de clandestinidad oficial, pero a Ana le descubren el flash y le cierran el paso mientras yo ya estoy dentro del mítico foro que representa a las voces de todos los pueblos. Zapatero toma asiento y, ante la estupefacción de su jefe de gabinete, me permita que siga a su lado, de cuclillas, mientras me recita lo que significa para él esa sala. “Ésta es la casa de todos, sin diferencias, de los ricos y de los pobres, de los países que tienen historia y de los países que apenas tienen historia, de los que creen en Dios, o en varios dioses, y de los que no creen. Fue en esta sala donde tuve la certeza de lo necesaria que era la Alianza de Civilizaciones, porque, a pesar de las diferencias, aquí todos nos sentimos iguales”. Cuando el Rey inicia su discurso, Zapatero lo sigue con una mezcla de respeto e incondicionalidad. Me siento al lado de Jorge, su ayudante, y le comento el rapto poético de Zapatero. ¿Suele hablar así a menudo?, le pregunto. “No, sólo lo utiliza en los discursos. Siento decepcionarte.”
Zapatero va concentrado y sereno. Le saluda el presidente de Senegal por los pasillos y se abraza con el portugués Sampaio. En 72 horas, cena con Condoleezza Rice, con Javier Solana, y se reúne, departe o charla con Vicente Fox, Simon Peres, Abadía de Jordania, Madeleine Albright, Néstor Kirchner, Recep Tayyip Erdogan… Por la tarde, en el ascensor, nos damos cuenta de que lo hemos perdido. “Está tomando un coffee con Kofi”, bromea Miguel Sebastián.
Dicen sus detractores que su punto débil radica en no saber decir no y querer contentar a todo el mundo. ¿Lobo con piel de cordero? Puede que sea mucho menos transparente de lo que vende y que su resuelta seguridad por convencer y ganar se alimente de su mirada oblicua. Pero también es posible que sus ojos azules, más allá de seducir, pretendan convencer de que hay que mirar el mundo de forma confiada y veraz. “Ser veraz no tiene nada que ver con la verdad”, dice el psiquiatra Castilla del Pino. Zapatero se ha paseado durante tres días, por Nueva York, como un hombre confiado y veraz, pero también como un hombre calculador. Su seguridad parece nacer de tener bien claro quién es y a qué puede aspirar.
El presidente del Gobierno, la mañana del jueves 16 de septiembre, declara en rueda de prensa desde Nueva York que Naciones Unidas constituye una gran esperanza para que el mundo erradique dos grandes problemas de este “siglo joven”: el terrorismo y la violencia, por un lado, y el hambre y el abandono, por otro. Su impresión de la cumbre es positiva: “No están todos los objetivos deseados, pero hemos mejorado las expectativas de las últimas semanas. Por otro lado, nuestro proyecto de la Alianza de Civilizaciones ha sido asumido por la ONU”, reflexiona. “Aliarse es el camino más poderoso para luchar contra quienes quieren destruir la seguridad; hay que convocar esperanza y progreso, hay que convivir civilizadamente, y si las sociedades están en este proyecto, los Gobiernos tienen que estar.” Repite la palabra moderación cinco veces. Le preguntan por una declaración de Zaplana que dice que la diplomacia española está haciendo el ridículo en la cumbre. “Lo encajo con deportividad, pero España está humildemente satisfecha. No se trata de reconocer nada a nadie, sino de dar respuesta a la voluntad del pueblo español, la misma que espero que el PP apoyará, trabajará y entenderá”.
El vuelo de regreso parece una clase de yoga desde el principio; el ambiente es muy relajado a pesar de los desastrosos titulares sobre la cumbre. Después de la cena pasan un trozo de tarta de zanahoria y tres dedos de Moët Chandon. “¿Siempre es así?”, pregunto por tan inusitado detalle. Leire Pajín cumple 29 años, y está radiante porque ha conseguido aumentar con creces el presupuesto para cooperación. ¿Cómo garantizaréis el cumplimiento del mismo en los próximos diez años? “Nadie podrá echar atrás este compromiso; además, este señor —dice, señalando a Zapatero— lo está haciendo tan bien que le esperan muchos años en la Moncloa”. En la cola del avión, una enfermera, un policía, un jefe de protocolo y un asesor juegan al mus. El presidente ha preparado el Consejo de Ministros con su equipo y se va a dormir tres horas. El avión enmudece a oscuras. Afuera, el universo está teñido de rojo, amarillo y negro, y a pesar de ser una imagen real, parece un espejismo. Como este avión, real e irreal, en el que es improbable que viajemos de nuevo. Un avión en el que está permitido fumar.
(Marie Claire, octubre de 2005)
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