A mi artículo del pasado lunes se le escapó la última frase. Escribía sobre la maldición del amarillo a propósito del escándalo en Inglaterra protagonizado por la prensa de Murdoch. Y no soy en absoluto supersticiosa, pero es la primera vez que se extravían palabras a causa, presuntamente, de los formatos de envío. Según me demostró Pau Baquero, redactor jefe de Opinión, el artículo llegó con cabeza pero sin pies. La columna publicada concluía así: «Lo paradójico es que exista un modelo que destina grandes cantidades de dinero y espías para conseguir información». Pero una paradoja necesita de una situación que infrinja el sentido común. Y ¿dónde estaba la contradicción si en este modelo de negocio lo habitual es pagar pujando por un titular que represente una patada en las tripas capaz de agotar la tirada? El artículo, de haber llegado correctamente, hubiera acabado así: «Y otro, el serio, donde cada vez más escasean los medios necesarios para encontrarse con la verdad».
Hace pocos días se difundía el sueldo de Belén Esteban: 100.000 euros al mes, cuando un periodista joven, con mucha suerte, alcanza los 2.000. La precariedad se ha instalado con estoicismo en la profesión. Pocos medios pueden mantener los gastos de viajes de hace cuatro años, ni enviar a un periodista de investigación a seguir un tema durante dos meses. El reportaje que se enseña en las facultades es un género en vías de extinción porque sale demasiado caro. Otra cosa sería que los hechos fueran recubiertos de la viscosidad del morbo, aunque recabar información nada tenga que ver con el compadreo entre policías, periodistas y políticos al que ayer hacía referencia Lluís Foix.
Hasta ahora, los tabloides han jugado con el fervor de un público que no quiere artículos largos, sino formas resultonas de hurgar en las llagas del pueblo. Hugh Cudlipp, que fue director del Daily Mirror, aseguraba que «sensacionalismo no es distorsionar la verdad. Es la vívida y dramática presentación de los hechos a fin de lograr un gran impacto en la mente del lector». Pero una cosa es injuriar a famosas con celulitis o pillar a rockeros y modelos esnifando en un local privado, y otra pinchar el teléfono de una niña asesinada creando falsas esperanzas a su familia al borrar los mensajes del buzón. Ahí está la vívida y dramática presentación de unos hechos, con el agravante de que fueron manipulados por una especie de agentes secretos con teléfonos codificados que nada tienen que ver con un periodista.
En España los tabloides no arraigaron, aunque no por un derroche de moral, sino por una cuestión de mercado. Pero sus artimañas fueron incorporadas por una delirante prensa rosa. No la que Eduardo Sánchez Junco definió como «la espuma de la vida», amable y liviana, sino la que alcanza altos niveles de degradación, representada por personajes que se entronizan con una idea rupestre del pueblo llano.
El Watergate de la prensa inglesa trae implicaciones profundas y personajes intrigantes, como Rebekah Brooks —de quien, por cierto, ningún medio se resiste a comentar la melena pelirroja, para algunos «tentadora», para otros «prerrafaelita»—. El cierre de un medio empeñado en manipular la realidad parece una buena noticia para el oficio cuando el buen periodismo vive en la encrucijada. Y sobre todo cuando el gran público no hace distinciones entre prensa seria —The Guardian, el rotativo que inició la cadena de acusaciones contra los medios de Murdoch— y la prensa canalla, se crea una atmósfera de contaminación en la que pagan justos por pecadores. Porque los periodistas a menudo informamos de la baja valoración que tienen los políticos. Pero ¿y nosotros?
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