No es un asunto nuevo, en estudios sobre el narcisismo imperante se ha observado que en demasiados ámbitos el ascenso profesional depende más de la imagen que de la preparación. Se da una gran importancia al efecto que puedas causar. No, la primera impresión no es infalible y el atractivo se desvanece si eres un cero a la izquierda; la ineficacia va ahuecando la belleza hasta producir rechazo en los otros. Esta discriminación estética también está afectando a los hombres y muchos se preocupan de su físico amparándose en el pretexto de la salud sin hacer valer su legítimo derecho a la coquetería. Pero ellos tienden a gustarse más que nosotras, se ven más delgados de lo que en realidad son y poseen un alto nivel de autoestima. En cambio, el 80% de las mujeres del mundo desarrollado no están satisfechas con su físico, es más, se recrean torturándose en sus defectos a la vez que fantasean con eliminarlos. El problema tiene dos vertientes: la carga histórica que arrastramos y lo que el sistema —y no digo los hombres porque en él también participan mujeres— entiende por feminidad.
La imagen de las mujeres suscita una atención excesiva y a menudo se convierte en foco de debate que origina polémicas. De entrada, el código de lo políticamente correcto determina neutralidad, discreción y, lo que es peor, uniformidad. Me lo han confesado políticas como Esperanza Aguirre, Carmen Calvo o Ségolène Royal; se las miran con lupa y no les pasan ni una. Su imagen deviene blanco perfecto para restarles credibilidad y frivolizar su trabajo, como si su traje o su bikini pudieran usarse como un barómetro de su compromiso público. En una ocasión, un senador increpó a Carmen Calvo por usar unos zapatos de Manolo Blahnick y ésta le replicó: «¿Y a usted qué le importan mis tacones si nos pagan para que vengamos a hablar de las bibliotecas de en España?».
En EE.UU., Desirée Goodwin, bibliotecaria en Harvard, fue despedida a pesar de sus 16 años de experiencia por ser «una chica guapa que vestía conjuntos sexys». Respaldadas por la ley, muchas empresas de Illinois o California prohíben la vestimenta sexy en el trabajo. Y la comisión de la Igualdad en el Trabajo de Nueva York les ha dado la razón, dictaminando un «no se pasen, señoras». Manifestar la feminidad en sus variadas expresiones produce alboroto, por ello se mantienen códigos de indumentaria como formas de control. Mientras en Afganistán la mayoría de las mujeres sigue llevando burka, en países islámicos velos y chilabas y en Birmania collares-jirafa, aquí tiendas y restaurantes solicitan aspirantes a miss Universo para despachar y servir mesas. Pero ser delgada también trae sus servidumbres, que se lo pregunten si no a doña Letizia.
Comentarios