La deuda, en el sur de Europa, ha entrado en fase de agudas convulsiones mientras la humedad mediterránea va penetrando hasta la raíz del cabello y se expande como una textura que se infiltra por los pliegues del cuerpo. A menudo, la piel humedecida representa un punto de encuentro entre la temperatura y los nervios. Sentimos la picazón de los mosquitos, el aleteo del viento, la piel de gallina, las orejas ardiendo y las manos heladas en pleno mes de julio. De qué manera tan misteriosa los receptores táctiles se combinan para que experimentemos placer al enfundarnos un jersey en un ambiente gélido a causa del aire acondicionado. El frío en pleno julio es un asunto tan fascinante como el invierno en verano. El desorden de las estaciones tiene algo de viaje en el tiempo, que ya no es sólo una figura literaria. Dos científicos, Tom Weiler y Chui Ho Man, han realizado grandes avances en su llamado Gran Colisionador de Hadrones que, aseguran, podría tratarse de la primera máquina capaz de producir la materia precisa para viajar en el tiempo sin vulnerar las leyes de la física.
Vivimos un nuevo patrón del tiempo, adjetivado eufemísticamente como «ágil». Y bajo ese adjetivo tan simpático y multiusos —al igual que «flexible»—, la evolución de la sociedad se acelera progresivamente hasta el punto en que se inviertan las relaciones entre causas y efectos. Por ejemplo, una empresa es capaz de lanzar al mercado una tableta y simultáneamente anunciar el próximo modelo que competirá con ella. El paso del tiempo ya no es silencioso, como afirmaba Shakespeare, y su estruendo produce una gran ansiedad; correr para llegar o como mínimo para mantenernos donde estamos. De una forma más prosaica que los experimentos de Tom Weiler y Chui Ho Man, no es ninguna novedad que en Occidente se pretenda alterar el orden del tiempo y por ello se invierten las estaciones. Así pues, las tradicionales rebajas de agosto arrancan en junio, de igual manera que el Festival de Otoño de teatro se celebra en primavera, las Navidades cuelgan su tendido de luces a finales de octubre y la rentrée no coincide con el 1 de septiembre, sino con el 22 de agosto. A todo ello nos empuja, además del ansia de viajar en el tiempo como si poseyéramos un cursor sobrenatural, una palabra clave que hay que inflar cuando más flaquea: «consumo». Una de las obsesiones del capitalismo ha sido convertir el ocio en consumo acelerado. A causa del desamparo existencial, comprar se ha convertido en algo más que una necesidad o un pasatiempo. Los centros comerciales pujan por erigirse como nuevas plazas donde la gente, en lugar de conversar, pasea, mira, pregunta, prueba, elige y paga. Lejos de establecerse un protocolo mecánico, la verdadera compra es la que produce un confortable sentimiento retributivo. Incluso terapéutico; en su último libro, 44 cartas desde el mundo líquido, Bauman asegura que los comercios son ante todo farmacias capaces de ofrecer sensaciones y paliar malestares.
Ese es el núcleo del asunto. La fragilidad moderna propone vencer la inmediatez sin moderar expectativas. Por ello, los escaparates son la mejor metáfora del deseo agonizante. Tú estás al otro lado del cristal, a veces mirando tu propia sombra, mientras unos maniquíes lucen un vestido como a ti te gustaría hacerlo. Entras en el establecimiento con aire polar y un aroma especial te abstrae, borrando el minutero. Por supuesto, en lugar de elegir un bikini adquieres un abrigo invernal, de forma que la compra deviene un perfecto envoltorio para el futuro. Pero esa sensación entre el hallazgo y la eficacia se derrumbará al salir a la calle, cuando la humedad mediterránea te rescate del túnel del tiempo.
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