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Jackie en Capri

Un matrimonio sesentón de Park Avenue toma el sol en la terraza del hotel Tiberio. Su mayor problema consiste en que ella no encuentra sus sandalias, tan capreses como la ensalada, con una tira de cuero para sujetar el dedo gordo del pie. El marido, solícito, las busca con su cuerpo de corredor de Central Park. Desde hace 33 veranos, acuden cada mes de julio en peregrinación a la isla de las sirenas. Porque hay algo que les atrapa de Capri, aunque sea tan difícil de definir como las cortinas de bruma que se extienden sobre sus acantilados. Tal vez se trate de la felicidad que glosaba Proust cuando describía el ocio burgués, el instante dichoso al imaginar que en un lugar real se puede saborear el encanto de lo soñado.

La marca Capri arrastra con su erre una dulce decadencia. A esa misma hora de la mañana, el velero Deva, de cuarenta y siete metros de eslora, está listo para surcar el golfo de Nápoles con marisco y champán a bordo. Al igual que el rompehielos Altaïr, el barco es propiedad de Andrea y Diego Della Valle, dueño de la Fiorentina y de una buena parte del made in Italy (800 millones de euros facturados en el 2010). Un poderoso que coquetea con la izquierda, considerado el azote de Berlusconi, y que quiere salvar el Coliseo de su ruina. El velero suelta amarras en el muelle cinco del puerto. Ah, el puerto de Capri, con sus gatos maullando como violines, la mezcla de queroseno con perfume de Carthusia y la larga cola de turistas persiguiendo el ferry y el mito. Porque el espolón rocoso sedimenta su leyenda azul cobalto desde tiempos de Homero y Tiberio.

La isla está forrada de fotos de paparazzis. En apenas diez calles, una prolija galería va desgranando la crónica de la época en que las actrices se encerraban con los cineastas en las excéntricas villas, donde según Dumas había estanques de pórfido en los que nadaban peces plateados del Ganges. Como villa Materita, donde se contempla el suave azul que baña las pedrerías de los caftanes. Allí, a las ocho de la tarde, Diego Della Valle recibe con un fular estampado a sus treinta invitados que también persiguen al mito. «Un mito nel mito. Jacqueline a Capri». Se titula la exposición patrocinada por Tod’s sobre la primera it girl de la historia, el icono ante el cual cualquier mujer que contempla su imagen siente un irreprimible deseo de adelgazar. Un músico con guitarra entona canciones napolitanas. Y los amigos del anfitrión, que curiosamente también lo son de Berlusconi, cantan el Volare. Hablan de la crisis, de Marine Le Pen, y de Dominique Strauss-Kahn. «Libre y peligroso», sentencia Della Valle.

Bajo el velador, la hermana de Jackie. Se parece a ella, con ochenta años. Lee Radziwill es una mujer menuda y flaquísima, que viste como la Kennedy-Onassis hace más de 40 años. «Tan simple, es el verdadero chic», dice de ella el matrimonio del Upper East Side, que a esta hora ya habrá encontrado las sandalias y bendecirá la noche en Paolino’s, «under the lemon tree». El fotógrafo Settimio Garritano siguió a Jacqueline, con su consentimiento, desde 1969 hasta 1973, cuando bajaba al pueblo a beber un spremuta de limón en la Piazzetta. Misteriosas e inaccesibles, las hermanas eran una espléndida copia de las geishas occidentales, como decía Capote. Ahí están las fotos que dan fe del encuentro icónico entre el personaje y la isla. Y de unos años felices.

En el viaje de vuelta, el ferry va dejando atrás la isla y un niño de cinco años se coloca en la proa para contar barcos. Cuando pasa cerca Aida la bella, lo saluda. Su padre, un hombre joven sin vuittones, le pregunta: «¿Tutto bene, Alessandrino?». Y el niño, tan cerca de la felicidad perfecta, responde: «Tutto bene, papi», ajeno a los ricos que seguirán buscando sus sandalias capreses entre la bruma de la isla.

(La Vanguardia)

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