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En este diario de verano ha intervenido un elemento cuyo papel no había previsto: la dirección de correo electrónico que figura a pie de página. Los mensajes de quienes me han escrito conforman una curiosa correspondencia que me ha proporcionado información, ideas y, a veces, estupor. Ahora sé que La Vanguardia se lee en los cibercafés de la isla de Hydra, que en los call centers también trabajan admiradores de Italo Calvino o que mucha gente recupera periódicos atrasados de las papeleras. También me consta que la expresión de los sentimientos y la construcción —o destrucción— de los afectos suscita un gran interés. Un 90% de los mensajes venían firmados por hombres —la primera vez que recibí el e-mail de una mujer estuve a punto de cantar el oh happy day— y más de la mitad me escribían a mí pero a la vez se escribían a ellos. Muchos se declararon devotos de la ensoñación, deseosos de explorar los universos cotidianos, y agradecían que apenas se hablara de política.

Fue placentera la comunicación entre quienes estaban interesados en las cocinas de la escritura; con alguno de ellos crucé más de un folio en blanco. Gracias a Jordi, que me alertó de que a Melville le llamé Henri y no Herman, disfruté con la lectura de Lord Jim, de Conrad «hecho de mar, seda y prosa poética, que sondea los abismos de la condición humana».

Joaquim Sabadell, que desde hace 17 años vive en Estados Unidos, me ilustró acerca de la palabra inglesa más utilizada, no en el diccionario Oxford, sino en la calle: «Es fuck, o su derivación, fucking», mientras que Anselmo opina que la gente tiene la costumbre de mirarse desnuda en los espejos de los hoteles «por lo que los escolásticos llamaban el principio de identidad, esseitas, y para ese acto de autoafirmación es propicia la habitación de un hotel». Fernando Rodríguez Badimón, que me ha regalado
interesantes aportaciones, buscó en internet el nombre ficticio que elegí para el personaje de la psicoanalista, Adriana Frenquel, y resulta que existe una bioquímica con el mismo nombre. Y Sebastià Mayol, que ha colaborado en proyectos de desarrollo en posguerras, me escribió que «el punto de vista femenino en procesos de paz es importantísimo para que las cosas cambien». Carme me hizo una de las preguntas más repetidas: «¿Cristobalina existe?». Sí, existe, está inspirada en una masajista de Barbate que se llama así, pero la convertí en personaje de ficción. Mientras que Miquel, a raíz del despido laboral de Cristobalina, me contó que había vivido una experiencia similar, cuando era jefe de compras. Hoy trabaja de conserje, tiene una prosa fina y lee La Vanguardia con un día de retraso, «la rescato de la basura». No faltó el que me puso verde: «Tus artículos son avitaminados, sin sustancia, ¿por qué no elevas el nivel?», ni los que me llamaron «pizpireta», «niña» o «chata». En fin.

El primer e-mail entró con versos: «Aquí tienes un amigo asignado, poeta sensible y tierno, algo crecidito pero relleno de amores sembrados». Lo firmaba J.M., quien en su siguiente poema añadía: «He decidido enamorarme este verano y te he elegido». La correspondencia de este caballero fue llegando en tropel acompañada de rosas virtuales, hasta hoy. «Añade una dirección de correo, así tendrás un feedback, puede serte útil», me aconsejaron en el periódico. Palabras de amor sencillas y tiernas. Ah, qué raros somos.

(La Vanguardia)

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