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Arena entre los dedos

En veinticuatro días agosto ha mudado su luz. Amanece más tarde y el sol pincha su esfera roja sobre el mar anticipando la noche, ajeno a la existencia de tres diminutos planetas que, como los libros de la sibila de Cumas, amagan la promesa de conocimientos ocultos. Ya no hay azul estival, con su juventud deslumbrante; el verano ha envejecido y su azul es más sereno pero cuando ennegrece, a cielo abierto, las estrellas siguen pareciendo un tendido de sueños clavados como chinchetas. Se ha ido mucha gente de la playa, deseosa de reiniciar las rutinas, las mismas que querían romper con ansia hace apenas unos meses. «La vida es lo que te pasa mientras haces planes para vivirla», decía John Lenon, y tal vez la gracia consista en eso, en proyectar el futuro desde nuestra cabeza, donde todas las piezas fluyen y encajan, mientras el presente se escapa como un puñado de arena entre los dedos y una voz de croupier repite: «Hagan juego, señores, rien ne va plus… ».

Hay quien se toma el verano como una terapia, quien lo invoca en nombre del placer o quien lo viste con los colores de una huida interior. Otros escuchan con mayor nitidez los mensajes que emite el cuerpo, no tan ensordecidos como durante el resto del año cuando la cotidianidad es una emisora con interferencias. Las vacaciones son lo más parecido a los territorios de la infancia, donde la despreocupación tenía forma de paraíso y se llenaba con una pelota, pan con chocolate y una bolsa de plástico con cuatro renacuajos. Las segundas partes nunca son iguales pero pueden ser mejores.

No creo que las vacaciones guarden una correspondencia inequívoca con la idea de felicidad, ni representen un contenedor de momentos dichosos tan sólo por el hecho de no trabajar. La felicidad, afortunadamente, no tiene sexo ni género, la cortejamos por igual hombres y mujeres en un particular diccionario de la vida. No podemos buscarla directamente, sino de un modo oblicuo que nos procure un sentimiento de seguridad capaz de liberar los miedos, también de plenitud y de autoestima. Madame de Châtelet, que fue amante de Voltaire y, entre otras obras, escribió tratados de física para su hijo, decía que para ser felices teníamos que deshacernos de nuestros propios prejuicios, gozar además de buena salud, tener inquietudes y pasiones, y una virtuosidad acorde con la propia conciencia, tan difícil de llevar a engaño. En cuanto a las pasiones, avisaba que aun siendo peligrosas son deseables porque sin ellas no se experimentan grandes placeres. La pasión ha perdido prestigio en una época donde el control y la estabilidad son valores en alza. Mientras el discurso público repite hasta la saciedad palabras como regulación, protección o seguridad, el discurso comercial pregona a los cuatro vientos que hay que volar. Repaso unos cuantos reclamos publicitarios de hoy y de siempre: una bebida te da aaalas y la otra sensación de vivir, y una conocida cadena de muebles te anima a redecorar tu vida mientras que una lavadora te la hace más fácil. Imagino cómo deben funcionar estos mensajes de libertad y cambio de vida. En otra línea argumental, Digital Plus cree que te mereces más mientras L’Oréal insiste en el porque yo lo valgo, esforzados en tocar la fibra y aplaudiéndote como unos abuelos.

Control y libertad; creo para acertar con la fórmula hay que mirar hacia dentro. El verano aún no se ha escapado. Carpe diem.

(La Vanguardia)

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