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Apresúrate despacio

Festina lente, apresúrate despacio. Esta máxima latina fue elegida como lema por un joven Italo Calvino, cuando se graduó en Turín con una tesis sobre Joseph Conrad. Contaba que más que el concepto, lo que le atraía eran los emblemas sugerentes que lo representan: un delfín y un ancla, o una mariposa y un cangrejo, elementos contrarios que establecen entre sí una inesperada armonía. Las redes funcionan. Cuando seleccionaba lecturas para estas vacaciones, encontré un libro de Juan José Millás, que me dedicó hace más de quince años: «para que te apresures despacio», decía. Sonreí al recordar que entonces, cuando me lo escribió, pensé en pedirle un manual de instrucciones. ¿Cómo se hace eso? ¿Deprisa y despacio a la vez?

Ahora, con lo aprendido, creo que es imposible comprenderlo si se piensa en el tiempo como una sola unidad. El tiempo es una corriente que discurre desde diferentes tomas. Con una de ellas avanzas, tomas impulso. La otra te permite retroceder, concentrarte, es la ilusión de poner el reloj a cero. El tiempo real se parece mucho a los tiempos literarios, más de lo que creemos. No importa tanto su concatenación, su estructura lineal, sino los tempos, los flashback, cómo entras o sales del presente, el fluir de la conciencia. Hay días que acaban con la sensación de insipidez, días en blanco; y otros que valen por mil, que son lo más parecido a la sensación de tener alas o tijeras. También hay días normales.

Mr. Wrong —a partir de ahora le llamaré así— está en el mismo lugar que el otro día, cuando me sobresaltó en la playa. Las olas hoy vienen rizadas y la espuma blanca unta la orilla. Lo observo de lejos y no me parece un vagabundo aunque sé que me influye, enganchada como estoy a Italo Calvino, saber que le conoció (aunque puede que tan sólo le encendiera un cigarro). Es curioso cómo cambiamos de punto de vista a medida que conocemos a alguien. La magia es un concepto relativo. La primera impresión a veces cuenta y otras engaña. Hay gente que al principio me parecía insípida, creída o previsible y luego ha resultado ser encantadora. No es mala fe, se debe a un déjà vu latente que empuja a asociar ideas, y nada tiene que ver con la intuición. En ocasiones, cuando se abandona esa especie de escudo ante un hombre o una mujer desconocidos, porque algo ha desactivado la alarma, sientes la maravilla del descubrimiento, y el mundo te parece prodigioso, sacando sus palomas del sombrero.

El «profesor» me saluda como un soldado —qué cosas hacen los hombres para aproximarse—, se ríe, y pienso que su dentadura, sin lugar a dudas, está necesitada de ortodoncia y blanqueamiento. Me prohíbo volver a mirarle la boca. Se queda absorto ante una familia que está jugando contra las olas, y me dice que aquel matrimonio tan chic, con dos niños de anuncio de cereales, tiene muchos problemas. Me sorprendo con esta propuesta de conversación, y cuando estoy a punto de decirle que a mí me importa un pito que aquella familia sea feliz o no, añade que la mayoría de las familias que exhiben un modelo de perfección esconden algún secreto, como una mancha detrás de un cuadro o una alfombra bajo la cama. Cierra los ojos, yo cuento hasta diez, festina lente, hasta que murmura: ¿Y tú, qué escondes? Pequeño o grande, consciente o no, pero es verdad, todos escondemos algún secreto que ha anidado ahí dentro como si fuera un microbio. No sé si responderle; mi abuela me decía que no acepte caramelos de extraños.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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