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El banquero y la camarera

No comprendo a qué vienen tanta sorpresa, incredulidad y estupefacción ante el presunto delito sexual de Dominique Strauss-Kahn cuando la única novedad radica en que los hechos que se relatan, antaño celosamente guardados en las humeantes lavanderías de un hotel de lujo, hoy se airean públicamente. Tampoco entiendo a los que resoplan ante el «sistema acusatorio» de EE.UU. y sus perros de caza —como si aún no supieran que en Nueva York por fumar un cigarro en un parque puedes acabar esposado— ni a quienes se escandalizan al conocer los detalles del amor por el lujo de Strauss-Kahn, insistiendo en cuán alejado se halla su estilo de vida del ideario socialista. Más errática me parece la insistencia en relacionar los delitos y la falta de ética con la afinidad política, como si la ideología supusiera algún tipo de garantía que frenara al delincuente, al corrupto, al amoral. ¿Tan ingenuos somos? ¿De verdad alguien creía que el director del FMI era de izquierdas? Con su vida decorada por influencias y barras libres, Strauss-Kahn —se pruebe o no su delito— representa la real esquizofrenia entre la teoría y la práctica, lo intelectual y lo corporal, la eficacia profesional y la indigencia moral.

Algunos se empeñan en construir, con el tocado y hundido Strauss-Kahn, el último símbolo de la decadencia de la socialdemocracia. Pero la historia ha demostrado que ser de izquierdas no implica una superioridad moral ni asegura un respeto por la igualdad; hay demasiados ejemplos escabrosos, desde los revolucionarios de Sierra Maestra, los sandinistas de Ortega, hasta los elefantes del Elíseo.

Freud recopiló un chiste sobre unos estudiantes que, en una fiesta, se quejaban de que todas las chicas rodearan a un viejo ricachón: «Prefieren adorar al becerro de oro», dijo uno. «Ya lo veo, pero no entiendo por qué le quitas años», respondió el otro. Aun así, la conducta de Strauss-Kahn, las violentas subidas de testosterona y su pulsión enfermiza nada tienen que ver con la edad y la generación de pitopáusicos que encandilan a camareras con billetes y champán. Véanse, si no, los últimos estudios sobre la percepción del sexismo entre los jóvenes y su amplia tolerancia ante la violencia sexual. O cómo se rejuvenece el perfil del cliente que contrata a una prostituta.

Mientras la justicia sigue su curso, revisemos el fondo de la cuestión, bien alejado de cuestiones ideológicas, generacionales o intelectuales. Porque este fondo no tiene otro nombre que el de la violencia sexual instalada en la costumbre, por un lado, y el de la impunidad del poder, por otro. Ese «seamos discretos con los asuntos de alcoba» que tan bien se ha practicado en la vieja Europa. Lo que sí resulta escandaloso, más allá del difundido perfil de obseso sexual de Strauss-Kahn —que en ningún momento lo invalidó como «el candidato mejor preparado intelectualmente para enfrentarse a Sarkozy»—, es que la violencia sexual subsista en la hipermodernidad. La misma que se extiende por todo el mundo y se practica rutinariamente en Congo o Haití; la que se declina con sus variables edulcoradas en los rascacielos de Occidente. Y en cuanto a la connivencia con las miserables historias de cama y poder, que nadie se confunda: en Europa pervive un machismo ilustrado en la derecha y en la izquierda, así como una defensa a ultranza de la separación entre vida pública y privada. Esa es la puerta trasera del Elíseo, testigo mudo de un baile continuo de amantes y viajes lujuriosos financiados con dinero público. Y eso no es puritanismo. Se trata de delitos imposibles de disfrazar, como el que ha podido cometer alguien que lo tenía todo en la vida, igual que tantos otros, los que quieren salirse con la suya a costa de usurpar la libertad ajena.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. espero de corazón que la muchacha tenga los papeles en regla. Si no, con razón o sin ella, se puede ir olvidando de su Dorado

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