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Amor con tabiques

Cuando la tarde se mancha de tinta azul, esparciendo su humedad sobre las toallas, y al tocar la arena sientes aquella sensación de trapo mojado que tan bien describía Josep Pla en su Quadern gris, las parejas de enamorados acostumbran a abrazarse. Es una hora proclive para darse calor, con la certeza de que el día se escapa y nunca se sabe si mañana será mejor. Por eso los enamorados, en la postal del atardecer, sienten una nostalgia anticipada y se dicen que quieren detener el tiempo, eternizar aquel abrazo confabulados contra el buen puñado de amenazas que les esperan. Me gusta observarlos, o mejor dicho, poseen una especie de imán, al igual que las mujeres embarazadas tan orgullosas de su
felicidad, que se hacen mirar.

Lara y Luis se abrazan como el año pasado, radiantes, confiados, aunque he apreciado una pequeña diferencia: este verano no comparten toalla. La culpa la tuvo un loft, donde decidieron estrenar vida en común como una metáfora de su proyecto de pareja: diáfano, sin paredes, sin puertas para no guardar secretos. «Pero nos asfixiábamos, y nos dimos cuenta de que en el amor no se puede ni se debe compartir todo», me cuenta Lara, que siempre había detestado la cultura alemana de las camas separadas hasta que empezó a tener sueños recurrentes de casas con minúsculas ventanas que eran relojes de cuco, mientras que a Luis se le iba haciendo insoportable su bañera romana en medio de la habitación. Se mudaron urgentemente a un piso con tabiques y puertas porque llegaron a la conclusión de que la intimidad a menudo se confunde con la privacidad. Esa especie de vapor llamado intimidad, que conecta con tu esencia y te libera de la máscara, nada tiene que ver con la privacidad, o sea, con poner las patas encima de una mesa como hizo Aznar en el rancho de Bush y después tuvo que pagar esa falta de auténtica privacidad –ante nuestro estupor y el de las cámaras– hablando español con acento tejano.

Lara y Luis, en su loft, llegaron a sentirse en una especie de Gran Hermano de sí mismos, sin la posibilidad de poder borrarse un rato de la escena, no sé, para llamar por teléfono o echar una siesta. «Ahora que no compartimos ni la cámara de fotos no podemos seguir compartiendo el cuarto de baño. El concepto de loft está acabado; necesitamos tabiques, baños separados, es vital disponer de un espacio propio para cada miembro de la pareja, una isla legítima», me dice mi amiga Esther, la mejor coolhunter que conozco. Su teoría se basa en que el marketing ha ido segmentando las diferencias entre ambos sexos para vender más. Mientras la tecnología se ha feminizado con iPods rosa y móviles de lentejuelas, la cosmética se ha masculinizado —la primera anticelulítica masculina para la grasa abdominal se agotó en una semana—, y los hombres se depilan.

La pareja de arquitectos Diller and Scofidio crearon una línea de baño donde no faltaban, como en un ajuar, las toallas para él y para ella, pero con una diferencia, en las de él se leía: «Pero ella también las usa». La tendencia unisex está tan en crisis como el esperanto. Ya sé que muchos deseamos un lenguaje común, universal; ser ante todo personas por encima de las diferencias de género. Pero a estas alturas, aún nos cuesta intercambiar toallas y papeles. Y es tan terrible que una mujer, cuando tiene el poder, lo ejerza como un hombre que al busto-escultura de Hillary Clinton le tengan que poner sujetador sin tirantes porque si no sería un escándalo. Somos mucho más que una corriente sociológica. Hombres y mujeres. Un archipiélago.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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