Las conductas agresivas aumentan en los patios de la escuela. El prestigio del fuerte contra el débil sigue imprimiendo estilo en la era de los recursos humanos. Según informes oficiales, entre los adolescentes la tolerancia frente al machismo, en lugar de reducirse, crece. Se vincula la agresividad y el desprecio con el atractivo. No consideran que ejercer un control abusivo sobre la pareja sea una forma de maltrato. Y un 32% de nuestros jóvenes varones justifica la violencia y el sexismo porque «ella se lo merece».
En más de una ocasión he oído: «Empiezo a comprender a los maltratadores que pierden la cabeza y matan». Hombres vistos como víctimas porque han perdido el control sentimental de su pareja.
Esa es la raíz: una acusada inmadurez que aún azota nuestra sociedad —incluso entre las élites— y que confunde el amor con el dominio, presa de una acusada intolerancia a la frustración. Detrás de quienes se atreven a ponerse en la piel del maltratador para comprenderlo, habita una idea perversa del amor. El mundo progresa a cuatro velocidades, pero el mapa de los sentimientos se anquilosa en el ámbito privado, representando un falso melodrama que enmascara el analfabetismo emocional de quienes, ante el uso de la libertad del otro, de su pareja, no son capaces de actuar como personas. Permanece un remanente retorcido, a la defensiva, heredado de los tiempos en los que el contrato matrimonial obligaba a la mujer a obedecer al marido bajo la premisa de un falso respeto que disfrazaba el miedo. Eso ocurría cuando las mujeres eran ciudadanas de segunda, menores de edad frente a la ley.
En los últimos años, los medios españoles han extremado esfuerzos en unificar el tratamiento de la violencia, limitando las ranuras por las que se pueda filtrar la tolerancia, e incluso la ambigüedad. No hay otra manera de actuar. El rigor no entiende de inquinas subjetivas, ni de empatías criminales. En cuanto al amor, para no deformarlo tan sólo se requieren dos principios básicos: respeto y libertad.
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