Cuarentona, abogada y madre abnegada; a menudo se sienta sin remilgos, con las piernas abiertas. Su tono queda lejos del viejo patriarca trastornado con delirios conspirativos. Nada que ver con aquella grandilocuencia ni las obsesiones antisemitas de Jean Marie, pero, lejos de matar al padre, lo beatifica: «Él puso las ideas, despertó la conciencia de la población, yo las ejecutaré». Lo dice así de fácil. Con una voz grave, suficientemente distante para ser creíble. Rápida en las bofetadas de desprecio: «Sarkozy representa al golf». Aliada de Twitter, pero extrema derecha al fin y al cabo.
Veamos su posicionamiento como mujer. Cuando una periodista de Euronews, Cecilia Cacciotto, la interroga sobre si Francia está preparada para tener una presidenta (una pregunta que aún se plantea en los países mediterráneos de la UE) ella responde como suelen hacer las mujeres de derechas, con el bolso ordenado y sin pestañear: «Por supuesto, en el caso de Ségolène Royal la gente no la votó por su personalidad, no porque fuera mujer». Ahí está la diferencia que ha dejado mudo al feminismo de la rive gauche. No ejercer gregarismos de sexo y triunfar en solitario en un mundo de hombres. Qué mujer no ha tenido un sueño (o una pesadilla) con estos mimbres. La huida del gineceo, desmarcándose de quienes quieren hablar en nombre de todas. Pero Marine Le Pen va más allá. Habla en nombre de la soberanía nacional, y por ello combate Europa. La define como la «Unión Soviética europea» y no está dispuesta a que el sacrificio comunitario suba los impuestos o recorte las ayudas sociales. Sólo cree en la Europa de las Naciones. Para ella, las revoluciones en el mundo árabe tan solo son «revoluciones del hambre» originadas por el FMI.
Algunos no dudan en señalar al resto de partidos como los culpables del ascenso de la extrema derecha en Francia, personificada en esta mujer hábil, astuta y confiada. A la inactividad y la falta de propuestas de los liberales y los socialistas, demasiado preocupados por cuadrar macroeconomías y salvar bancos. Francia sale de la crisis y de nuevo se venden más maquillajes, coches y quesos. Pero la resaca está ahí, en la desamparada ciudadanía. La política, como es bien sabido, no es un artefacto perfecto, ni es deseable que lo sea. Y la hija de Le Pen, consciente de ello, ha tenido la habilidad de frenar la autoexclusión de su partido manteniendo posiciones racistas y antieuropeas pero perfumando su discurso radical. Y sobre todo desplumando lo ideológico para sacar de su chistera un modelo que defiende el salario del obrero, el mismo que, en tiempos de Pompidou, abrazaba la revolución y hoy ya no encuentra argumentos para ampararse en nobles ideales. Una bajada a los infiernos.
Joana, si sólo tuviera dos alternativas, esta señora o el señor Sarkozy, ¿a quién votaría ?