En medio de esa soledad estruendosa, el cuerpo permanece en guardia. A cada alarido de la máquina, responde una inhibición sanguínea. A veces, cuando permanece en silencio por unos minutos, escuchas unas risas lejanas desde el lado de la vida, como si no pertenecieran a tu mundo. Porque ahora sólo te habita el ruido dentro de la especie de ataúd en el que, infructuosamente, intentas hacer repaso de tus días. «Y sí…». La anticipación es mala compañera, pero en plena inmovilidad nadie se resiste a ocupar la zozobra. Hay que intentar hacer las paces con las expectativas que levantamos a nuestro alrededor por culpa del temor a la fatalidad. Existe algo reconfortante en el hecho de saber que a veces vemos claro y otras ni siquiera podemos ver al mirar, que de nada sirve lo que un día sirvió. Claro que los miedos nos extravían, y no cejaremos en el empeño de domarlos a fin de que no se extiendan hasta el corazón de nuestra intimidad. Pero, ¿qué ocurre con el dolor? Ese dolor que enloquece. Su latido, tan parecido al de la máquina. Su nudo claustrofóbico.
Una parte importante del progreso ha consistido en atenuar el dolor. Desde el parto hasta la extracción de una muela, la medicina pequeñoburguesa se ha esforzado por controlar las sensaciones angustiosas. Hoy nos rodeamos de una colección de paracetamoles e ibuprofenos y cada vez son más quienes, ante una generosa comida, ingieren omeprazol con carácter preventivo para anestesiar el estómago. Lo mismo ocurre con los medicamentos hipnóticos o con los ansiolíticos ante el descontrol. En nuestra cultura había anidado el supuesto de que la fortaleza se medía por la capacidad de controlar el dolor y de gestionar entornos hostiles amoldándose a ellos. «El dolor no es un algo, ¡pero tampoco es una nada!», escribió Wittgenstein, como recuerda Siri Hustvedt en La mujer temblorosa, donde concluye que el dolor forma parte de ella, y que no hay que escucharlo más de la cuenta. Son las mismas conclusiones a las que han llegado varios institutos médicos —informa Time— que trabajan en una tecnología puntera, «la pantallización del cerebro», para abordar el dolor crónico y se preguntan qué ocurriría si se pudieran utilizar imágenes del cerebro para que la gente «se pensara» a sí misma sin dolor.
En estos últimos días han proliferado las noticias acerca de enfermedades de personajes públicos: Esperanza Aguirre, Uxue Barkos, Abidal, Miki Roqué, Luz Casal… El efecto espejo no se ha hecho esperar: han aumentado las revisiones anuales, los artículos médicos en prensa y también una corriente de solidaridad y compasión. Contra la frialdad de la máquina, se erige el ejemplo humano, demostrando que para torear la propia insignificancia buscamos aliento y esperanza. El dolor es solitario, pero se vive mejor en sociedad.
Sí, pero siempre es solitario. Los hay incapaces de escapar de él. Cambiando el tercio, lo de hacerse una resonancia es siempre desagradable. Yo me hice una sin Sinatra de fondo, sólo ese espantoso ruido que te acelera el ritmo cardíaco. La madre de Martika, la cantante, no lo pudo superar y quedó traumatizada de por vida. A veces, el remedio es peor que la enfermedad. Un abrazo grande, Joana. Estás guapísima en las fotos de los premios de Belleza…pero te falta una sonrisa NO SOCIAL, una sonrisa de carcajada. Serán nuestros deberes pendientes para la próxima vez que nos veamos.
Lola, tremendo lo de las resonancias. Me las he hecho en las dos rodillas, sin música, auqnue con los taponcitos de oídos que menciona Joana. Ahora me dicen que tendran que hacerme uno parecido, pero en la cabeza, a ver si estoy loco o invadido por un alien, lo que no sé es si vale tener implantes atornillados a la mandíbula. Ya me lo díran, que canguelo!!!