Las comillas, para algunos, son engorrosas, un abrupto en medio de una voz que quiere ser única, sin cargar al lector de nombres y títulos. Citar la fuente es un principio básico para quien analiza y difunde conocimientos ajenos mezclados con los propios. Pero no hay semana en la que no llegue una nueva noticia de apropiación de materiales. Ha sucedido con el ministro de Defensa alemán quien, según parece, copió el 20% de su tesis doctoral; un caso parecido al del hijo de Gadafi que, hasta que a su padre no se le ha juzgado internacionalmente, su tesis no ha sido investigada por la London School of Economics. El escritor Michel Houellebecq ganó el Goncourt el año pasado con un libro donde usa sin complejos párrafos íntegros de Wikipedia. El copypaste se extiende más allá del teclado: Madonna no demandará a la genuina Lady Gaga por plagiarle el single, pero la prensa británica la acusa de robarle la portada a Kylie Minogue. En Alemania hallan un arsenal de falsos Giacomettis made in China que pese a su mala calidad hacían babear a sus compradores. Y en España nos hemos acostumbrado a que los «defensores del lector» de los periódicos tengan que recordarnos para qué sirven las comillas, mientras que las editoriales ya usan un programa informático que resuelve si los llamados originales lo son en verdad, y no circulan previamente fragmentos de los mismos en la red.
En cuanto a las marcas, las más copiadas han multiplicado las gestiones de sus abogados para perseguir a los falsificadores. Comprar un bolso falso de Vuitton o Chanel en Canal Street de Nueva York o en un fake-market asiático empieza a ser asunto arriesgado que se practica en las trastiendas, donde vendedor y comprador actúan como si traficaran con sustancias ilegales. Como paradoja hipermoderna, los modelos más falsificados aumentan su prestigio, entendiéndose el plagio como una forma de adulación. Porque ¿qué valor tiene hoy la originalidad? ¿O el verdadero valor es la apariencia en lugar de la autenticidad?
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