No podía ser de otra manera. La respuesta de la moda ante la crisis ha sido radical. Y ha puesto en marcha su maquinaria a fin de colorear el paisaje. La ilusión tropical, los colores ácidos, bananas, rayas y flores pasearán por las ciudades contaminadas de un mundo en fase de reinvención. Lejos quedan los orígenes, aquel tiempo en que las mujeres se preguntaban si tal o cual color era digno o decoroso. Hoy, más allá de los códigos sociales, lo que importa es la capacidad de «verse» a una misma. ¡Debió ser magnífica la impresión que sintieron las mujeres cuando se miraron en los primeros espejos! Durante largo tiempo estuvieron reservados al uso exclusivo de los hombres y sus afeites, así como de la gente adinerada, hasta que los vendedores ambulantes empezaron a pasear sus modelos de tocador para las muchachas. Contemplarse equivalía a conocerse. Temor y fascinación al descubrir los destellos y las sombras que nos habitan, pero también curiosidad al adivinar cómo podían verte los otros.

A menudo nos interrogamos acerca de la influencia que tiene la moda en nuestras sociedades, pero también sobre nuestro ánimo. El atractivo o el prestigio social que implica la vestimenta no es una simple cuestión de marcas y dinero. Hay una construcción individual en la cual convergen diferentes influencias, empezando por la familia. Incluso quienes han intentado ensanchar la brecha que los separa de las generaciones anteriores —ese sueño juvenil de vestirse al revés que los padres— heredan un gesto, un tic, que intervendrá en la formación del estilo, del mismo modo en que se forma el carácter. Porque la moda es un asunto de familia. Así lo demuestra el 85% de las empresas españolas que inventan, empujan e innovan su marca gracias al vínculo existente entre afecto y negocio. Una bella historia cada vez más respetada por el grado necesario de leyenda que debe contener toda marca, el boom del «heritage» que vemos florecer en cualquier rincón. Y por tanto, la voraz necesidad de tener una historia propia.

Salvo entre aquellos desprovistos de capacidad lúdica, la coquetería es inherente a la condición humana. Mirar, escoger, desear una segunda piel y habitarla. Pero sobre todo afianzar una identidad. Oscilamos entre nuestros propios deseos y el influjo del marketing emocional, cada vez más incisivo. Es cierto, como asegura Silvia Alexandrowitch en este número, que esta temporada, la moda y su iconografía proponen el mayor escapismo que hemos visto en años, con un aura entre kitch y pop. Los dos inviernos sobrios y lánguidos de colores neutros y cortes conservadores fueron la primera respuesta de la pasarela en tiempos de crisis. Y mientras el mundo intenta reinventarse ajustando sus ambiciones, la moda toma la iniciativa dispuesta a ejercer de coach, el mejor animador para aumentar la autoestima, salir de la oscuridad y hacernos reir. Un noble propósito, además del viejo asunto de la seducción.