Cambiar de opinión cuesta caro en este país. Y con frecuencia es sinónimo de pérdida de credibilidad. Del asunto de Álex de la Iglesia y su disconformidad con la ley Sinde después de haberla defendido, uno de los mensajes más pedagógicos que se extraen es el derecho a cambiar de opinión. Las contradicciones son tan saludables como la duda, que admite la posibilidad de cambiar de parecer, así como que un mismo tema, según el punto de vista, sugiera distintos enfoques, mientras que las convicciones rígidas no entienden de flexibilidad. Chaquetero, se llamaba antes al que cambiaba sus posiciones ideológicas o sus afinidades. A la crítica fácil le cuesta tanto aceptar que alguien utilice parámetros que no le son propios, como que se mantenga inamovible en sus posiciones, impermeable al desaliento. Avanzamos porque cambiamos, porque somos flexibles y críticos.
Hoy por hoy, criticar al cine español, que ayer vivió su alfombra roja de los Goya, es un lugar común. Se le reprocha un exceso de egos y ambiciones personales. Acaso por su estela de glamur, se le exige que cumpla con ciertas condiciones contradictorias entre sí: que sea espectacular, pero que tenga sustancia; que sea profundo, pero que llene las salas; que sea comprometido, pero que se desprenda de carga ideológica; que se autofinancie, pero sin regular la distribución ni las salas de exhibición, en manos de las majors. Cuando al cine español sólo hay que exigirle y aplaudirle una cosa: que ruede buenas cintas, como Pa Negre, Balada triste de trompeta, Primos, Buried o También la lluvia, películas que hablen de nosotros.
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