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Infieles y adictos

En un capítulo de la laureada serie Mad Men, la familia Draper va de picnic en su nuevo Cadillac. Al terminar el ágape, Betty sacude alegremente las migajas y restos de comida del mantel sobre la hierba, y Don lanza al aire una lata vacía, con el cigarrillo entre los labios. A primera vista —superado el rubor o la indignación que igualmente producen sus múltiples secuencias sexistas—, resalta el anacronismo en que se ha convertido hoy dicha conducta; un triunfo del progreso que cualquier alumno de primaria condenaría al instante. No obstante, hay algo del aire viciado de la serie que atrapa. Su creador, Matthew Wiener, se empapó de la época hasta el extremo de utilizar el atrezo las Heineken o las Utz Chips originales, así como los trajes, peinados o detergentes de los años sesenta. El retrato de aquel tiempo que recrea cómo Lucky Strike inventó el eslogan del sabor tostado («It’s toasted») cubre la medida justa para no hablar aún de historia: 50 años de distancia, que, representados en Nueva York y no en la España de entonces, resultan aún contemporáneos.

Los publicistas de Mad Men desenfundan los nuevos métodos que un ejecutivo tendrá que utilizar cuando quiera vender algo, promocionarse, competir y enriquecerse. Mientras, las mujeres —no todas— van desenfundando sus derechos con la misma delicadeza con la que se quitan los guantes. Aún son sumamente corteses, con voces melosas y fajas maidenform. La infidelidad enarbolada como derecho masculino, la feminidad manoseada con una patética prepotencia, whisky en el despacho y un cigarro detrás de otro logran que el espectador necesite abrir la ventana para escapar del aire cargado. Las historias de Salinger, Cheever y Kerouac que inspiraron al autor sirvieron para crear una atmósfera que refleja un modelo social terriblemente adictivo.

Igual que múltiples vicios morales, el tabaco, el alcohol o los antidepresivos se instalaron como prótesis de una sociedad ansiosa y con tendencia al mareo. Hasta que ha tenido que desintoxicarse, o al menos proponérselo. No hay duda de que la ley del tabaco tenía que implantarse. En nombre del progreso y más allá de la política, como ha sucedido en todo el mundo civilizado que ha alargado la esperanza de vida y fantasea con la inmortalidad. El panorama es bien distinto al de las empanadas de cristal humeantes del Manhattan de Mad Men, aunque parte de ese estilo de vida cimentado en el éxito, el atractivo o el poder continúe gozando del mismo prestigio social. Las conquistas referidas a la higiene y la salud nos han hecho seres más sanos, pulcros y perfumados. No obstante, el tabaco ha simbolizado mucho más que un tic, asociado en sus orígenes a la masculinidad, a la edad adulta, al ocio, a la creación, o incluso a la intimidad de la alcoba. Una fuente de placer sujeta al sentimiento de culpa y al juicio moral desde antaño. Ya en 1884, The New York Times informaba de la decadencia de España por la «perniciosa costumbre» de fumar y temía que se difundiese en Norteamérica.

Del nerviosismo al relajamiento, pasando por la complicidad del tabaco en las más variadas artes, incluida la seducción, el cigarrillo representa un hábito ya caduco, reemplazado por la era del wellness, aunque también de los barbitúricos —nunca como ahora se habían consumido tanto—. Pero la avalancha de denuncias del día después a la nueva norma o las medidas extremas, como la de no fumar al aire libre en los alrededores del hospital cuando un ser querido puede estar agonizando, demuestran que la ultracorrección a menudo deriva en una inflexibilidad altamente nociva para la salud y la convivencia.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. MARTIN GUEVARA MARTIN GUEVARA

    Una de mis dos abuelas pasaba por ser una mujer muy moderna para su época, montaba a caballo con una pierna a cada costado, usaba el pelo corto a lo garçon, tenía una puntería pulida con los rifles y nadaba mejor que sus hermanos marido y cuñados. Pero el rasgo transgresor que más comentaban sus admiradores y los no tanto era que fumaba en público. Año 1930. Unos pocos años más tarde, desde 1936 Humphrey Bogart no dejaría de inmortalizar en cada fotograma cinematográfico en que se lo permitiesen o se lo indicasen, al rudo protagonista de cualquier novela de pulp fiction al estilo de Jim Thompson, e incluso de más consagrados escritores como Hammet o Chandler. También whisky en mano y misoginia mediante. El rubio de Camel fue uno de los caballeros desconocidos más envidiados por la turba masculina, rezumaba libertad. Benson & Hedges, eran cigarrillos caros, pero los mejores. Los More daban un aspecto distinguido en la horterada de la clase media americana. Ni Marlboro ni Winston pudieron acercarse jamás al significante tan profundamente arraigado en la idea de independencia y a la vez compromiso, que representaban entre los frnaceses y acólitos, los Gitanes y los Gauloises.
    En nuestros días. Podría decirme Assange en que acto reivindicativo de la intimidad, de la actitud, y del éxito, están pensando volcar esa maquinaria mimética de publicidad?. Mientras tanto está bien que los bares estén limpios de humo, era ya insoportable tras la desaparición de Bogart , del rubio de Camel, y de mi finada abuela.

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