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Nada es para tanto

Pueden tenerse deseos cuando se está a punto de morir; el primero: “Vamos a desdramatizar la muerte”. Pueden dictarse caprichos postrado ya en el lecho –un mes sin poder comer sólido–, como pedir ese licor amargo que a uno le daban como premio de niño, el Aperol. O una mousse de chocolate y el suflé de queso que le preparaba su madre, Mimí. Se puede decir: “Para mí ahora cada día es Navidad”. Así lo hizo Eric Yerno, un viejo amigo que murió en viernes 13, el pasado mes de diciembre. 

Francés de padre granadino y audaz comunicador, moldeó la escena de la moda en España junto a Kenzo o Albert Elbaz. No en vano, era nieto de una maniquí de atelier nacida en Orán. Lo que ocurrió con Eric fue que, sin ánimo de ejemplaridad, nos regaló a familia y amigos una clase magistral de saber irse. Abrigado por su sarcasmo, exhibiendo su humor negro hasta el final –“preferiría no reencarnarme, por si me toca ser hormiga”–, no escatimó en dulzura. Es más, la paladeaba como el caviar al pronunciar “es adorable”. No quiso cortejo fúnebre. Su madre y su hermana llevan unas perlas con sus cenizas dentro, acaso un acto de belleza final.

En nuestra cultura quejumbrosa y trágica, pero absorta al tiempo en las despampanantes luces de la felicidad, poco hemos sabido convivir con la muerte. En el cementerio de Praga, sobre las tumbas, se levantan estatuas de parejas que regurgitan una luz melodiosa, inclinados uno sobre el otro, como en un poema de Emily Dickinson. Saber vivir entraña saber morir. De ahí que, hoy, cuando la enfermedad es mucho más que una metáfora, florezcan los libros que abordan el duelo y la muerte, los mismos que hace diez años hubieran sido expulsados de cualquier estantería. Ese tabú, ese mal fario. Ese algo que ya no está allí pero estuvo.

Eric Yerno nos regaló a familia y amigos una clase magistral de saber irse

A Eric le llevé uno de esos libros, el de Delphine Horvilleur: Vivir con nuestros muertos (Asteroide). Una semana después me contó que lo había ojeado tan solo para comprobar la traducción. En su lugar, prefirió las páginas de Le barman du Ritz, de Philippe Collin, una historia de la Francia ocupada con dry martinis. Llegó hasta la página 314, justo cuando el barman cumplía su misma edad, sesenta años, y brindaba con Cocteau, Jünger y Florence Gould. Sí, Eric, nada es para tanto.

Artículo publicado en La Vanguardia el 16 de febrero de 2025

Publicado en Artículos La Vanguardia

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